Oriana
Mi admiración por ella se mantuvo intacta, incluso en los tiempos del desacuerdo. Tuve la ocasión de escribirle mis notorias divergencias cuando publicó La rabia y el orgullo, y también entonces la percibí tan cálida y salvaje como siempre fue. De ella se han dicho tantas barbaridades en los últimos años que resultará difícil poner sordina al ruido, pero intentaré, en este corto in memoriam, situar las palabras justas que merece. Las biografías aceleradas que están escribiendo las redacciones del mundo dirán de Oriana que fue una periodista arriesgada, recordarán las balas que recibió en la matanza de Tlatelolco y las crónicas que hizo a ambos lados de la guerra de Vietnam. Hablarán de sus míticas entrevistas, del sudor de Kissinger ("ha sido la entrevista más desastrosa que he tenido nunca") y del momento extraordinario en que se quitó el velo que había pactado con el ayatolá Jomeini y continuó entrevistándolo. Dirán que fue una feminista comprometida, una periodista sagaz, quizá una luchadora, sólo vencida por el cáncer. Los más detallistas hablarán de los últimos tiempos, escondida en su casa de Nueva York, con la puerta cerrada a cal y canto, convencida de que sería asesinada en cualquier momento. Y, por supuesto, todos recordarán su enfrentamiento a cara de perro con el islam. De los tantos detalles de su densa vida, si yo hiciera la crónica hablaría de Alekos Panagulis, el resistente griego que fue asesinado en Atenas en el 76 y al que Oriana dedicó su novela Un hombre. O de su esfuerzo por demostrar la conspiración para asesinar a Pier Paolo Pasolini, que le valió la cárcel por no desvelar a su informante. Por supuesto, hablaría de su Toscana natal, de su padre, luchador antifascista que le inculcó las ideas de libertad, de ella misma, que se jugó la vida nada más empezar a vivirla. Y por encima de todo hablaría de una mujer que marcó un estilo periodístico basado en una abrupta y radical honestidad, sólo ligada al deber de informar correctamente. Sus opiniones están sometidas al rigor del debate, pero en el terreno profesional el debate es escaso: fue una de las grandes.
¿Lo fue también en el terreno de las ideas? Sin ninguna duda, esta pregunta merecería una afirmación entusiasta si se planteara antes del 11-S, pero a partir del atentado y de los libros que publicó al respecto, su credibilidad cayó en picado y pasó a ser una mujer furibundamente criticada, demonizada hasta el delirio e incluso llevada a los tribunales. Ciertamente lideró la crítica descarnada contra el islam, y soy de los que creen que se le fue la mano en alguno de sus ataques. Pero más allá de la dureza del tono y del discurso, Oriana Fallaci merece una reflexión serena, y no sólo por su impecable biografía, sino por el valor de las ideas que defendió. Personalmente ya he dicho en múltiples foros que no comparto su ataque frontal y global al islam, por injusto y simplificador. No creo que el problema del mundo sea el otro, el distinto, el ciudadano que reza a un Dios llamado Alá y que vive en consecuencia con sus credos. Muy al contrario, mi visión del mundo sólo es soportable si permite religiones, culturas y acentos diversos. Pero comparto con Oriana Fallaci la convicción de que el mundo tiene, hoy por hoy, un serio problema vinculado al islam, un problema que atenta a las libertades, a los derechos y a la propia vida. ¿Todo el islam? Ahí está la divergencia de fondo. No. Pero es cierto que existe un islam que mata en nombre de Dios, que en nombre de Dios persigue a los disidentes, en su nombre esclaviza a las mujeres, desprecia a la libertad, y es en nombre de Dios como educa en la muerte. Miles de muertos, desde Amia hasta Nueva York, desde Beslan hasta Atocha, desde Londres hasta Bali, pasando por Bombay, avalan esta trágica convicción. Ello no es óbice para un discurso que criminalice a los ciudadanos musulmanes, pero es tan real como el hecho contrario: hay un islam de paz y, hoy en el mundo, actúa también un islam de muerte. Por mucho que sea políticamente incorrecto y hasta peligroso afirmarlo, la realidad es más dura que las buenas intenciones. Desde luego, tampoco comparto algunas de las causas que ella planteaba, porque estoy convencida de que no es el texto sagrado o la tradición histórica, sino la falta de democracia en el islam, el problema fundamental del propio islam, y globalmente del mundo. No hay religiones perversas o intrínsecamente inocentes, sino contingencias históricas que han usado y abusado de los dioses con notable impunidad. También del Dios cristiano. El problema no es espiritual, ni cultural. El problema es, a todas luces, ideológico y tiene que ver con una ideología totalitaria que, a pesar de tener base religiosa, practica un furibundo nihilismo. No es Alá, son los que matan en nombre de Alá. No es el islam, es el integrismo islámico. No es una mujer musulmana, son los que la obligan a vivir sin libertad. Oriana lo mezcló todo y puede que en ese punto, sólo en ése, mereciera una crítica severa. Pero ¿merecía ser criminalizada? No solamente no lo creo, sino que combato la enorme hipocresía de un pensamiento progresista que se escandalizaba con ella, tanto como minimizaba a según qué terroristas. Aún hoy tenemos que aguantar que se considere "milicianos" o "resistentes" a los que hacen explotar a jóvenes en los autobuses de Irak o Jerusalén. Puede que se equivocara tanto como acertara mucho, pero el ataque global contra ella tiene más que ver con la dictadura de lo políticamente correcto en Occidente, y con el odio feroz a la libertad de expresión en el islam, que con sus propias ideas.
La realidad, que tiende a la ironía con notable sadismo, ha hecho coincidir su muerte con la reacción histérica de una parte del islam contra el papa Benedicto XVI. Nuevamente la libertad. Ratzinger osó decir que la yihad va contra Dios y que es "irracional" defender la fe con la violencia. Sus palabras -y muchos son mis desencuentros con él- me parecen tan razonables como lúcidas. Merecerían manifestaciones a favor en todo el mundo islámico. Al fin y al cabo, el yihadismo, ¿no destruye al propio islam? Y sin embargo, nuevamente la histeria, nuevamente la amenaza, nuevamente la falta absoluta de sentido crítico... En este sentido, Oriana tenía toda la razón. Hay un islam que actúa de forma perversa y hay otro islam que calla, cede y otorga perversamente. Es este último, como han afirmado algunas valientes mujeres musulmanas, Ayan Hirsi Alli entre ellas, el que crea una peligrosa complicidad. Añado a ello mi propia reflexión: el buenismo bobalicón y paternalista del mundo occidental con el islam, igualmente incapaz de una reflexión crítica, acaba siendo igualmente cómplice.
Murió Oriana Fallaci. Había dicho: "Me desagrada morir, sí, porque la vida es bella, incluso cuando es fea". Enganchada a la vida, combatió la cultura de la muerte, defendió la libertad hasta el propio riesgo y tuvo tiempo de darnos las mejores entrevistas del siglo XX. No era perfecta. No era infalible. Pero tuvo las agallas de defender la libertad de pensamiento en tiempos de servilismo y miedo. Descanse en paz.
Pilar Rahola es periodista y escritora. www.pilarrahola.com
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