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Columna
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Caballos

Mi erudición en cuestión de animales no alcanza demasiado lejos, pero por los datos de que dispongo sólo conozco uno, aparte del hombre, que haya recibido medallas y haya sido ensalzado como héroe nacional: el caballo. El único superviviente de la famosa batalla de Little Big Horn, en la que los sioux permitieron que Custer y sus valientes murieran con las botas puestas, fue la montura de uno de los oficiales, de nombre Comanche. Ignoro en qué consistió su contribución a la lucha y si animó de algún modo a la tropa para que no sucumbiera, pero el gobierno de los Estados Unidos decidió patentarlo como símbolo y le concedió varias condecoraciones y una pensión vitalicia. Una vez muerto, se ordenó que lo embalsamaran y sus órganos fueron enterrados en medio de fanfarria y banderas, con honores militares que otros animales de uniforme nunca conocieron. La patria no detuvo ahí su homenaje a Comanche: disecado, este ejemplo para las generaciones futuras figuró en la Columbian Exposition de Chicago de 1893 y fue exhibido en el Museo de Historia Natural de la Universidad de Kansas, en Lawrence. Estoy seguro de que antes de dormir, sobre la almohada, más de un general rencoroso deseó para sí pezuñas y ollares que le hicieran merecedor de un destino como aquél. Porque cuando el hombre supera a sus congéneres en valor o en prudencia se convierte en caballo: es como una promoción biológica.

Al principio podía comprender los palacios, los coches tapizados como la sala de espera de un dentista, podía comprender los cuadros de autores de manual y las parcelas que habrían servido para escenificar una batalla napoleónica, pero no alcanzaba a penetrar por qué Juan Antonio Roca, el sha de Marbella, atesoraba caballos. Ciento tres caballos, para ser exactos, animales de sangre impoluta que convivían en un establo del que las autoridades se olvidaron y en el que irrumpieron la enfermedad y el hambre para convertir en cuero parcheado lo que habían sido artículos de lujo. Por lo que se sabe de él, no era Roca de aficiones británicas ni disfrutaba con la caza del zorro; poco me extrañaría descubrir que apenas sabe montar y que se limitaba a mirar las crines y los cascos desde la empalizada del picadero, sin atreverse a las espuelas. Entiendo que en realidad los caballos de Roca no eran criaturas de carne y hueso, sino objetos de vitrina: trofeos que respiraban y alzaban graciosamente la rodilla cuando el amo llevaba ante ellos a procesionar a las visitas. Con esos seres a su alrededor, el advenedizo que creó su imperio rastrillando el erario público pretendía, ahora creo comprenderlo, ascender en la escala de los humanos y acreditar la nobleza que su cuna y sus actos desmentían. Sin duda, una saneada cuenta bancaria le habría permitido visitar ciudades pobladas de estatuas, donde los héroes desenvainan la espada encima de animales enérgicos como tormentas; tal vez habría oído que Alejandro, que conquistó el mundo cuando los mapas eran más pequeños, tenía por amigo y confidente a un bayo llamado Bucéfalo, y que Calígula, que también pasó a la historia por sus miserias, conversaba con un semental blanco, Incitato, al que concedió la púrpura senatorial. En la literatura, el arte y la locura el caballo ha representado siempre la parte más elevada y valiosa del carácter humano, aquella que no se deja manchar por las maldades ni el barro. Los conquistadores de Suramérica fueron confundidos con dioses por los indígenas porque recorrían las selvas a lomos de aquel milagro de ancas relampagueantes; Platón comparó el alma racional, que eleva al hombre hacia las estrellas, con el caballo que obedece rectamente las indicaciones del auriga; y el Gulliver de Swift encontró la cordura y el equilibrio de los que carecía la Europa de su tiempo en el país lejano de los houyhnhnms, caballos que se reunían en asamblea, disertaban sobre filosofía y tenían a los hombres encerrados en jaulas como bestias inmundas. Igual que Mowgli, que primero fue lobo entre los lobos y luego simio en una manada de gorilas, quizá Roca se rodeó de caballos para ser otro: alguien más noble que, cuando sonaran los reproches de la conciencia, no necesitara esconderse de los espejos.

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