Elogio de la cobardía
La sección oficial proyecta los filmes de Antonio Chavarrías y del japonés Hirokazu Kore-Eda
La fragilidad de una industria y, por tanto, de sus películas, es directamente proporcional al número de las entidades colaboradoras, financieras y patrocinadoras que surgen una tras otra antes de los títulos de crédito. Es un dato que demuestra inestabilidad, raquitismo, incertidumbre..., en fin, un panorama complicado y las más de las veces sombrío. No sé cuántas entidades aparecen en la pantalla antes de llegar a los nombres de los responsables de Las vidas de Celia, pero son muchas. Sospecho que su productor, director y guionista Antonio Chavarrías ha dedicado una buena parte de su tiempo y energía en los cuatro años que han pasado desde su anterior filme, Volverás, a poner en pie este proyecto. Es evidente que es injusto juzgar el resultado de varios años de esfuerzos en unas líneas. También es cierto que las opiniones de los comentaristas y críticos tienen una repercusión en la cuenta de resultados mucho menor de la que creen los del gremio. Todo forma parte de un sistema en el que nadie puede estar seguro de nada salvo de sus propios gustos personales y, en muy pocas ocasiones, de su talento.
Chavarrías define su película como "un bolero en clave de cine negro". Naturalmente, es muy dueño de definirla como mejor le parezca. Cuatro años de esfuerzos para involucrar a tantos patrocinadores dan derecho a eso y a mucho más. Con un reparto funcional y correcto (Najwa Nimri, Luis Tosar, Daniel Giménez Cacho, Aida Folch y Álex Casanovas), en esta coproducción hispano-mexicana se quieren contar tantas historias colaterales, tantos sentimientos de tan diversos personajes, tanta situación límite (conatos de suicidio, violación, asesinato, amores y desamores) y con tantos flash-backs que o se tiene un ritmo cinematográfico extraordinario o se convierte en una amalgama de ideas y situaciones que nada tienen que ver con los boleros ni con el cine negro. No sé cómo definiría Robert Altman sus Vidas cruzadas. De lo que sí se tiene noticia es del talento del realizador y su impecable labor de selección y síntesis de los diversos relatos de Raymond Carver que quiso contar.
Hana, quinto largometraje del japonés Hirokazu Kore-Eda exhibido también ayer en el festival, es un admirable canto a la cobardía, al instinto de supervivencia que, además, realizado en Japón y situada la acción a comienzos del siglo XVIII -en plena vigencia del bushido, el código de honor samurái- su significación en el país de origen debe de ser mucho más políticamente incorrecta que en el resto del mundo. Kore-Eda narra la vida de un joven samurái que debe vengar la muerte de su padre. Se traslada a Edo (la Tokio actual), se establece en un barrio paupérrimo y comienza a convivir con sus habitantes, gentes sin futuro que pese a ello no renuncian a los pequeños placeres de la vida cotidiana. El espectador comprueba enseguida que el joven samurái es pésimo en el manejo de la espada, que no le importa salir huyendo cuando la situación es complicada y que lo que en realidad le gusta es enseñar a los niños del barrio y una guapa viuda. Cada vez se distancia más de la idea de vengar la muerte del padre y de la máxima del comportamiento de los guerreros que dice que "la vía del samurái reside en la muerte".
Manuel Vicent suele explicar que cuando, en una noche calurosa, se enciende la luz de la cocina sólo sobrevive la cucaracha que se esconde debajo de la nevera. Y es precisamente esa cucaracha la que conseguirá perpetuar la especie. Auki Sozaemon, el joven samurái, al igual que uno de los 48 sirvientes leales que vengaron la muerte de su señor y, después, se hicieron el haraquiri convirtiendo su gesto en leyenda (una historia a la que se alude intermitente como telón de fondo de Hana), optan por la vida frente a la muerte con honor, una elección sensata y sabia, y más en unos tiempos en los que hasta los ex presidentes de Gobierno trileros exigen grandilocuentemente el que se les pida perdón por lo que sólo ellos consideran una ofensa ocurrida hace más de 700 años.
Babelia
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