Rauschenberg, en el puente
Contra lo que parece haber pasado a la leyenda, las primeras coca-colas en hallar acogida en los templos del arte no fueron las de Andy Warhol en la Ferus Gallery de Los Ángeles en 1962. Cuatro años antes, en Nueva York, un artista de su misma generación había expuesto un curioso mueblecito con dos alas de águila de metal pegadas a los lados, y, en su compartimento central, tres botellas de coca-cola con churretones de pintura al óleo. Por combine paintings -así llamaba el artista a sus ready mades- como ésta, igual de impresentables, y literalmente cargadas de objetos sacados de la basura de la vida norteamericana, Robert Rauschenberg fue tildado de payaso, cuando no de parecerse, por "deleitar la vista con brillantez y astucia", a un escaparatista de Bloomingdale's con una osada propensión a "ciertos toques repugnantes" (Hilton Kramer). Y fue, por supuesto, declarado aspirante a uno de los títulos más disputados de la segunda mitad del siglo XX: el de nuevo Duchamp. Esto, para el puritanismo de la comunidad de fieles del expresionismo abstracto, era en 1958 poco menos que una indecencia.
Fue tildado de payaso, cuando no de parecerse, por "deleitar la vista con brillantez y astucia", a un escaparatista de Bloomingdale's
El artista no será, en efecto, un cínico negador del 'arte', ni tampoco un típico consumidor de imágenes anulado en una pasividad acrítica
¿Sigue siéndolo hoy? Barbara Rose, comisaria de esta acogedora exposición de la serie Contextos del Museo Thyssen, dedicada a uno de los cuadros de su colección permanente (Express, de 1963) en conjunción con otras piezas del mismo periodo (1958-1963), se esmera en distanciar a Rauschenberg de "la negatividad y el cinismo" de Duchamp; y se diría que se sumaría de buen grado al general consenso acerca de que su obra tiende un "puente" entre el expresionismo abstracto y el pop art, si no fuera porque al final de ese puente está precisamente el Pop Art. Y en él, el "conservador" Warhol, rendido al parecer -si es que alguna vez resistió- a la mitología del consumo y a la mecánica de la cultura de masas. Las calcomanías de atletas con toallita y de astronautas con escafandra extraídas de Times o Newsweek que, entre otras, le sirven a Rauschenberg para ilustrar el Infierno de Dante, o las fotografías del águila imperial americana o de jinetes, soldados y alpinistas que toma de los periódicos e imprime, serigrafiadas, en sus lienzos de 1962-1963 no parece que deban autorizar una consideración (mucho menos una autoconsideración) del artista como consumidor.
Ni siquiera la autorizaban las botellas de coca-ola: éstas eran rasgos de vida, incorporaciones vivas del entorno cotidiano, como los calcos y serigrafías de figuras de la prensa lo son de la vida histórica que impregna y satura, si no conforma, la vida cotidiana. Rauschenberg decía que para "neutralizar las calamidades que estaban sucediendo en el mundo exterior" tenía que incluir en sus cuadros "imágenes sencillas, como un vaso de agua", o quizá como el nadador anónimo (¿un amigo?) que en Sundog distrae de la imponente visión de una gigantesca antena parabólica, probablemente de uso militar. ¿No mitigan también "las implicaciones sociales" los recordatorios de la naturaleza, fotos de nubes y olas, aunque sean borrosas y en blanco y negro? ¿O las de tres mosquitos, aunque midan 15 centímetros, a una escala muy por encima de la natural? La escala subjetiva, la práctica arbitrariedad del momento en que una imagen se presenta y se combina con otras, y la posibilidad de la conciencia de recurrir aún a otras imágenes para paliar su efecto, recuerdan, como ha señalado Rosalind Krauss, al funcionamiento de la memoria, para la cual "la imagen de la escena de una película puede ser tan vívida como el rostro de un amigo ausente". Lo público y lo privado, lo decisivo y lo trivial, lo épico y lo lírico, lo central y lo extremo, se asemejan íntimamente en densidad; y los dramáticos brochazos de expresionismo abstracto que unifican la dispar procedencia de las imágenes son aquí también decorosos, por su lealtad al revoltijo de experiencias y a la gama del blanco y el negro que, desde la invención de la fotografía, es el color de los recuerdos.
Rauschenberg no será, en efecto, un cínico negador del "arte", ni tampoco un típico consumidor de imágenes anulado en una pasividad acrítica. Cabría preguntarse si eso lo aleja tanto del arte pop. Yo no sé quién decretó que el pop era un arte deshumanizador, pero debió de ser un norteamericano y desde luego creó escuela, pues no parece que haya sociedad más insegura de su humanidad que la norteamericana. Hace un par de años, una novela titulada Las correcciones levantó allí oleadas de entusiasmo: con ella se celebraba el retorno de "lo humano", un evento que, por cierto, se renueva cada pocos años. En el pequeño, casi íntimo evento que tiene lugar ahora en una pequeña sala del Museo Thyssen sería preferible limitarse a celebrar otra cosa. Quizá un pequeño rito de paso por el que la serigrafía se convierte en biografía, es decir, en pintura de la vida.
La exposición Rauschenberg. Express se podrá contemplar del 7 de noviembre de 2006 al 17 de enero de 2007.
Babelia
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