Prisiones saturadas
Estos días se celebra en Barcelona el VIII Encuentro Estatal de los Servicios de Orientación y Asistencia Jurídica Penitenciaria (materia en la que el Colegio de Abogados de Barcelona fue pionero). Se trata sin duda de una excelente ocasión para reflexionar sobre la situación de nuestras prisiones.
La Ley General Penitenciaria de 1979 proclama en su artículo primero, que "las instituciones penitenciarias tienen como fin primordial la reeducación y reinserción social" de los penados, y se regula una serie de derechos que deben respetarse. Entre ellos, cabe destacar el reconocido en el artículo 19.1 conforme al cual "todos los internos se alojarán en celdas individuales" y que sólo "en caso de insuficiencia temporal de alojamiento o por indicación del médico o de los equipos de observación y tratamiento, se podrá recurrir a dependencias colectivas". La realidad dista empero mucho de tales previsiones, convertidas hoy en declaraciones meramente retóricas.
En efecto. Como es tristemente sabido, España tiene una de las tasas de población penitenciaria más altas de Europa (144 reclusos por cada 100.000 habitantes). Las reformas introducidas en el Código Penal por el anterior Gobierno de la mano dura nos han conducido a una situación límite, de auténtica sobresaturación de las cárceles. Tras el motín de Quatre Camins, en abril de 2004, el comisario europeo de Derechos Humanos, Álvaro Gil-Robles, denunció la situación de "hacinamiento y deterioro" de las prisiones catalanas. Y la situación no tiene visos de mejorar.
Como se recordará, con una situación mucho menos alarmante, Italia aprobó en el pasado julio un indulto masivo justificado expresamente como medida excepcional para descongestionar sus prisiones. El Gobierno italiano razonó que sus 200 centros penitenciarios sólo tenían capacidad para 40.000 internos, mientras que su población reclusa excedía ya de los 60.000. Aunque algunas fuerzas políticas derechistas se opusieron, finalmente, el indulto logró un amplio apoyo parlamentario. Quedaron excluidos los condenados por algunos delitos muy graves como los de terrorismo, criminalidad organizada, violencia o explotación sexual y corrupción de menores.
Con la vista puesta en el ejemplo italiano, algunos políticos catalanes han abogado por la adopción de medidas similares en este país. Sin embargo, una excarcelación masiva a la italiana, por la vía del indulto, no sería posible en España ya que el artículo 62, letra i), de la Constitución prohíbe expresamente los indultos generales, pero si existe verdadera voluntad política, sí pueden adoptarse algunas medidas de similar eficacia. Así, nada prohíbe modificar los artículos 90 a 93 del Código Penal que imponen condiciones demasiado estrictas (entre ellas, haber cumplido ya entre dos tercios y las tres cuartas partes de la condena) para conceder la libertad condicional. En particular, convendría facilitar la libertad condicional a los presos mayores de 70 años y a los enfermos incurables, para los que, para su propia desgracia, la reeducación y reinserción social, fin primordial, recordemos, de las instituciones penitenciarias, carecen ya de demasiado sentido.
Entre las reformas legislativas, sería obviamente necesario adecuar el Reglamento Penitenciario de 1996 y, especialmente, aprobar una nueva Ley de Indulto que sustituya sin nuevos parches la decimonónica ley de 1870. Un Estado social y democrático de derecho no puede regirse en materia tan sensible por una norma tan arcaica y obsoleta. Pero mientras esas reformas normativas llegan, cabe recordar al Ejecutivo que la ley vigente podría aplicarse con mayor generosidad y permitiría conceder muchos más indultos particulares, totales o parciales, denegados frecuentemente por simples criterios de oportunidad (o inoportunidad) política.
Lo mismo cabe decir respecto del régimen penitenciario. El régimen abierto, o de semilibertad, previsto en el Reglamento Penitenciario, que permite a los internos desarrollar una actividad laboral en el exterior, es un excelente mecanismo para conseguir la integración social del recluso. Con ese reglamento en mano, su aplicación podría ser aún mucho más frecuente, igual que los mecanismos voluntarios de control previstos en el artículo 86.4 del Reglamento Penitenciario como sustitutivos de la permanencia en establecimiento penitenciario, a los que podrían acogerse más penados.
En definitiva, si el presupuesto público no alcanza para construir más prisiones y dotarlas de mejores condiciones y la situación actual no permite ni siquiera cumplir los objetivos ni las condiciones previstas en la Ley General Penitenciaria, no puede ni debe infligirse a los penados el castigo adicional de cumplir sus penas en las condiciones denunciadas por Gil-Robles. Serían, pues, deseables algunas reformas legislativas como las aquí apuntadas, para las que parece existir amplio consenso político. Pero mientras llegan dichas reformas, puede y debe hacerse una lectura y aplicación de las normas vigentes más acorde con la crítica realidad social del momento.
Jaume Alonso-Cuevillas, ex decano del Colegio de Abogados de Barcelona.
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