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Reportaje:CINE DE ORO

'Murieron con las botas puestas'

EL PAÍS presenta mañana, sábado, por 8,95 euros, el 'western' que dirigió Raoul Walsh y consolidó la fama de Errol Flynn

Gregorio Belinchón

Arrogante, imprudente, elegante, romántico y de larga melena de color pajizo y mostacho, iba vestido como él quería, saltándose las ordenanzas. Sanguinario, no atendía al mando y lanzaba a sus soldados en cargas suicidas, eso sí, con él en cabeza. Ansiaba por encima de todo la gloria y sus hombres le veneraban.

George Amstrong Custer no fue precisamente un tipo ejemplar. No murió el último en la batalla de Little Big Horn como dice la leyenda, ni era un caballero insobornable como muestra el cine. Pero el Séptimo de Caballería sería un cuerpo más dentro del Ejército estadounidense si el general Custer no hubiera servido en sus filas y si Errol Flynn no le hubiera cedido su rostro en Murieron con las botas puestas.

¿Quién no ha jugado a vaqueros y a indios? ¿Quién no ha formado alguna vez parte del Séptimo de Caballería, eterno ejército salvador? A Errol Flynn la idea le apetecía, aunque le ponía nervioso repetir con el director previsto, Michael Curtiz, con quien ya había realizado, entre otras, La carga de la brigada ligera, Robin de los bosques o La vida privada de Elizabeth y Essex. Así que en el estudio Warner le suplieron rápidamente por Raoul Walsh.

En un nuevo caso de "Dios los cría y ellos se juntan", Flynn y Walsh se hermanaron: ambos eran chulos, divertidos y ligones. El actor llamaba a Walsh "tío", y éste a Flynn, "barón". Unidos disfrutaban de la vida, y unidos hicieron siete largometrajes, tras la química surgida en el verano de 1941, cuando rodaron la biografía del general Custer. El director quiso filmar un western que huyera de los tópicos, "que mostrara a los indios como cualquier ser humano, llenos de amor y odio; vengativos sólo cuando sus derechos, definidos por un tratado, eran violados por los hombres blancos", confiesa en sus memorias. Tal vez no lo logró, probablemente el Caballo Loco que encarna Anthony Quinn sea un poco plano; sin embargo, Murieron con las botas puestas hipnotiza a cualquiera delante de la pantalla. Por sus cargas de caballería, por las grandes tomas de indios a caballo -en realidad, centenares de filipinos; en el plató sólo hubo 16 sioux para los primeros planos-, por la secuencia final de amor entre Custer y su esposa, interpretados por unos Olivia de Havilland y Errol Flynn en estado de gracia, que se conocían como hermanos tras nueve películas en común. Porque, al fin y al cabo, todo hombre sueña con formar parte de una hermandad, de cabalgar codo con codo con sus amigos. Por su música, esa melodía tan silbada que se titula Garry Owen y que Custer instauró como himno de su regimiento. Y por Flynn, que sabe desplegar todo su encanto y su talento para mostrar el proceso de maduración de Custer, desde su ingreso en West Point hasta su muerte en 1876. Gracias a Murieron con las botas puestas, el intérprete australiano afianzó su estatus de estrella en Hollywood, inició su amistad con Raoul Walsh y pudo hacer su sueño realidad: tener un barco. Antes del estreno, Jack Warner le dobló el sueldo y con el dinero Flynn compró un velero. El Zucco se convirtió en su colega, en su hogar y en el lugar donde murió, prematura y devastadoramente envejecido, el 14 de octubre de 1959.

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Sobre la firma

Gregorio Belinchón
Es redactor de la sección de Cultura, especializado en cine. En el diario trabajó antes en Babelia, El Espectador y Tentaciones. Empezó en radios locales de Madrid, y ha colaborado en diversas publicaciones cinematográficas como Cinemanía o Academia. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster en Relaciones Internacionales.

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