Marco Polo canta solo
Entrar en un espectáculo de Robert Lepage es lo más parecido a convertirse en bola de una máquina de millón: te empujan en todas direcciones, cruzas puentes secretos, te deslumbran fulgores repentinos, un rebote abre la boca del dragón, todo se convierte en una cámara de ecos. Lepage controla los flippers como el mismísimo Tommy. Es un visionario, un explorador inmóvil, un rey del teatro de magia, un experto en llevar cualquier agua a su molino. Hará unas semanas, Rosana Torres tuvo una intuición soberbia: cada vez que este Marco Polo canta solo, su recital coincide con un descalabro anímico. Las agujas y el opio (1992) fue la respuesta a una profunda crisis amorosa y existencial, mientras que Elsinor (1995) y La otra cara de la luna (2000) brotaron tras las muertes de su padre y su madre. El Proyecto Andersen (2005), el as de pic que cierra su póker íntimo y uno de los mayores éxitos del Festival de Otoño, nace como un encargo pero hunde la mano en una infancia atravesada por crueldades y rechazos. Lepage era un alopécico patito feo; la depresión estuvo a punto de convertirle en vendedora de cerillas y el arte le salvó de la congelación. El año pasado, los daneses le pidieron un espectáculo para conmemorar el bicentenario del nacimiento de Andersen. Lepage acepta y bucea en sus cuentos y, sobre todo, en su diario. Descubre un Andersen fetichista, perverso, gran masturbador. Un Andersen que, como él, detecta y detesta la maldad infantil; que ha de escapar de su país helado para calentarse bajo las luces de las grandes capitales. El Proyecto Andersen es, de nuevo, un one man show absoluto, una ultrasofisticada caseta de feria, una lección magistral de interpretación (acentos, perfiles, fregolismo) y de narrativa en abismo. Emoción, humor, misterio: el mago en la plenitud de sus poderes. Un relato que podrían firmar, a seis manos, el melancólico Jean Echenoz, el carambolesco Tonino Benacquista y el sardónico Larry David. Lepage interpreta todos los personajes y todo lo que se mueve. Primera encarnación: Frederic Lapointe. Canadiense, albino, solitario. Oscuro letrista de música pop. Recién abandonado por su mujer. Llega a París para cumplir otro encargo: convertir un cuento de Andersen en el libreto de una ópera para críos. El cuento es La dríada, la triste historia de un hada atrapada en un olmo que renuncia a la inmortalidad a cambio de un solo día de vida humana, como los ángeles de Cielo sobre Berlín, y acaba destruida por un rayo. Andersen escribió La dríada tras su viaje a París en 1867, cuando visitó la Exposición Universal e intuyó que las nuevas tecnologías abrirían las puertas del mundo mágico. Lepage se desdobla luego en un antónimo: el director de la Ópera Garnier, un alto funcionario cultural, cínico y viperino, coordinador del proyecto. Y casi un personaje de Houellebecq: su matrimonio se está yendo al garete por su inmoderada afición al porno duro. El pájaro abre el pico para exhibir sus plumas y delimitar su laberíntico nido. Eco de fondo: el eterno enfrentamiento entre artistas y políticos. Luego veremos a este Moriarty pajero en la cabina de un peep show. Está con los pantalones a media asta cuando llama su hijita, exigiendo su cuento nocturno. El cuento es La sombra, y a Lepage le basta la lámpara del cuarto de la niña para hacer crecer la monstruosa silueta que acabará devorando a su padre. Cada monólogo podría llevarse el premio O'Henry; cada escena debería figurar en los temarios de cualquier curso de narrativa dramática. El espectáculo salta constantemente de la sátira a la lírica, de la realidad pringosa a los más altos vuelos de la fantasía. La ruptura entre Frederic y su mujer encuentra su reflejo en el amor imposible de Andersen por Jenny Lind, transmutada en maniquí de un museo, y luego en una estatua que cobra vida y besa al letrista albino en un parque invernal. Frederic desaparece tras un árbol infográfico y emerge como la mismísima Dríada, una criatura con muselinas victorianas que ingresa en el París onírico de L'atalante. También veremos a nuestro antihéroe bajando una escalera imaginaria, proyectada en la pantalla, y convirtiéndose en el trasunto canadiense de Larry David (si aún no han visto Curb Your Enthusiasm, corran a la tienda de DVD más cercana) para regalarnos dos escenas tronchantes: la desastrosa reunión con los jerarcas daneses, en la que el ingenuo letrista se carga el sacrosanto perfil de Andersen y de paso acaba con su carrera, y el diálogo con un psicólogo canino, donde descubre que el chucho de su casero es adicto al Prozac y no le hace ascos a una buena dosis de éxtasis. Chucho que, por supuesto, no aparece en escena pero al que vemos con toda claridad, moviéndose, fuera de campo, gracias a los culebreos prestímanos de una simple cadena roja.
A propósito de El Proyecto Andersen, de Robert Lepage, en el Festival de Otoño de Madrid
Lepage hace bailar tantos platos en el aire que forzosamente alguna de sus parábolas queda corta de giro. Es el caso del personaje más silencioso y enigmático de la función, un grafitero llamado Rashid que se gana la vida limpiando las cabinas del peep show y al final parece que pega fuego a la vivienda del amigo Frederic por un quítame allá esa droga. Digo que "parece" porque la noche del estreno nos quedamos sin ver los últimos minutos del espectáculo. Lepage tocó techo, literalmente: comenzaron a caer trozos de mampostería y el maestro salió por pies, taquicárdico pero indemne. Hubo quien protestó porque al regalo le faltaba el lacito aunque pienso que no era necesario que las muchas historias tuvieran guinda de remate. Muchos espectáculos de este genio funcionan a modo de primeras entregas, autosuficientes y esplendorosas en sí mismas, y siguen abiertas a posteriores desarrollos, como La géometrie des miracles: en el Nacional de Barcelona vimos, hará siete años, su capítulo de apertura (el impensable vínculo entre Gurdjieff y Frank Lloyd Wright); tal vez algún día, con suerte, conozcamos su continuación. Así que tampoco descartaría yo, en un próximo otoño, una nueva postal del amigo Frederic. Haya o no nuevos platos, la cena en Chez Lepage fue, como siempre, un banquetazo.
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