Colorín colorado
Un día mi abuelo me contó la historia de un príncipe soberbio que convocó a todas las princesas de los reinos vecinos para elegir esposa. El príncipe del cuento, además de hermosura, exigía a las candidatas que tuvieran sangre azul, como corresponde a la nobleza de rancio abolengo. Sangradas las muchachas, no encontró ninguna con semejante característica y murió soltero por no contaminar su estirpe.
Andando el tiempo yo publiqué otra narración titulada El rey republicano, un asunto de aparente contradicción conceptual en el que no se hablaba de sangre, aunque podría quedar implícito que aquel rey anacrónico tampoco tenía sangre azul y que el hecho de tenerla roja, como todo súbdito de bien o de mal, le empujaba a ser más republicano que monárquico, porque la tozudez de la realidad casi siempre supera los impulsos del pensamiento y la praxis política no es más que un instrumento temporal por el que no vale la pena morir.
Quizás mi abuelo, sólido socialista, quiso ejemplarizar en el cuento lo absurdo de ciertas convicciones tradicionales, que para algunos son palabra de Dios. Desde entonces yo he tenido cierta animadversión a dos cosas. Una, a las monarquías de papel cuché y, dos, a quienes presumen de sangre. Por eso no tengo intención de acordarme de un político vasco que alardeaba de diferenciarse del resto de la península por su Rh y me pone los pelos de punta otro gallego que anda por ahí gritando el poder del marchamo de la sangre española. Cuando esta gente saca a pasear la sangre pienso que les está traicionando el subconsciente y eso me pone muy nervioso. En el menos peligroso de los casos, siempre temo que se les ocurra aplicarnos alguna ventosa para sangrarnos colectivamente. O que impongan por ley alguna idea peregrina, como, por ejemplo, clasificarnos según el grupo sanguíneo o el Rh, o decidir que nuestra patria es la sangre. Imaginen la escena al rellenar la solicitud del pasaporte.
- ¿Nacionalidad?
- Grupo 0, Rh positivo.
- ¿Su señora?
- Grupo B, Rh negativo.
- ¿Estado?
- Rojo licuado.
Esto simplificaría enredos estatutarios y les daría tranquilidad presuntamente científica a quienes tienen la tentación de poner fronteras por todas las esquinas, pero acabaría instaurando una endogamia tan decadente como la que ofrece por las calles de Pontevedra el famoso vampiro Rafael Pintos, más conocido por Vladimir, ahora metido a poeta de la raza. La diferencia está en que Vladimir asume su papel con una clara conciencia de farsa estrafalaria y aquellos que desean dirigir al pueblo desde el color de la sangre ni son poetas ni tienen muy claro cuáles son los ritmos del corazón que, por cierto, suelen llevar en el lado izquierdo del pecho, muy cerca de la cartera de valores.
Me preocupan estos arranques carpetovetónicos del color o de la clase de sangre porque aquí siempre hemos sido muy dados a guardarla en relicarios y utilizarla como agüero de paz o de guerra, de designio de los santos o mandato inapelable de los dioses. Y cuando la realidad se deja de la mano de estas cosas del cielo y de la tradición, convertimos en verdad el despropósito más irracional anteponiendo la teología a la filosofía, en un siglo en el que la nanotecnología acabará por descubrir que la sangre, por fortuna, no existe o es universalmente común.
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