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La preocupación por la verdad

Una de las conclusiones más interesantes del informe Baker-Hamilton consiste en la confirmación de que, desde la guerra de Irak, el Gobierno estadounidense ha intentado a menudo ignorar las informaciones que iban en contra de su política y que esa negativa a tener en cuenta la verdad ha tenido consecuencias nefastas. El informe lo dice en términos mesurados pero firmes: "Es difícil elaborar una buena política cuando la información se selecciona sistemáticamente de manera que reduzca las diferencias con los objetivos marcados".

En otras palabras, el Gobierno de Estados Unidos ha considerado que la verdad era un valor despreciable, que podía sacrificarse fácilmente a la voluntad de poder.

Esta constatación, en realidad, no es ninguna sorpresa para los observadores de fuera de Estados Unidos. La preparación y el comienzo de la guerra contra Irak partieron de una doble mentira o un doble engaño: que Al Qaeda tenía lazos con el Gobierno iraquí y que Irak poseía armas de destrucción masiva, nucleares, biológicas o químicas. Desde la caída de Bagdad, esta actitud tan desenvuelta respecto a la verdad ha quedado patente.

En el mismo momento en el que todo el mundo descubría las imágenes de tortura y los relatos sobre asesinatos en Abu Graib, se afirmaba que la democracia estaba instalándose sólidamente en Irak. Cuando cientos de prisioneros se pudren, desde hace cinco años, en el centro de Guantánamo, sin juicio ni posibilidad de defenderse, sometidos a un trato degradante, se sigue declarando que Estados Unidos pone sus fuerzas al servicio de los derechos humanos. Quienes dicen precisamente encarnar la libertad han legalizado el recurso a la tortura. El informe Baker-Hamilton ha preferido no ocuparse del pasado y se limita a recordar que el estribillo repetido hasta hace poco, "todo va a mejor en Irak", no corresponde estrictamente a la realidad.

Lo que sorprende, en cambio, es que durante casi cinco años haya sido posible, en una gran democracia como Estados Unidos, poner entre paréntesis la cuestión de la verdad. Es inquietante: a pesar del pluralismo de los partidos, a pesar de la libertad de prensa, es posible convencer a la población de una democracia liberal de que lo negro es blanco, y lo blanco, negro. ¿Cómo se explica esta vulnerabilidad?

En primer lugar, hay que reconocer que, en cualquier país, la mayor parte de la población obedece ciegamente a los creadores nacionales de opinión, es decir, sobre todo, a los políticos y los responsables de los medios de comunicación (los consejos procedentes de otros países suelen recibirse con desprecio). Aunque en Estados Unidos no han faltado comentarios lúcidos de políticos y órganos de prensa desde septiembre de 2002, esas declaraciones no las hacían instituciones de primer orden como el Partido Demócrata, las grandes cadenas de televisión y los principales periódicos. Y el país se vio sumergido en una ola patriótica que dejó en segundo plano la preocupación por la verdad.

Este abandono del deber de atenerse a la verdad por parte de los creadores de opinión se explica no por una intención maligna sino por el sentimiento de miedo que se apoderó de la población del país tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. La necesidad de proteger su vida, garantizar la seguridad de los suyos y eliminar las que se consideraban amenazas inminentes hizo olvidar las cautelas habituales. Se pensó que el deseo de controlar y valorar las informaciones, de argumentar y razonar, indicaba una falta de valor y sentido de la responsabilidad.

El miedo es mal consejero, y hay que tener miedo a quienes viven en el miedo.

¿Están mejor resguardados los países europeos que su amigo norteamericano contra esta deriva engendrada por el miedo, esta propensión a ignorar la verdad para avanzar con la mayor rapidez posible hacia los objetivos fijados? Tal vez cuentan con algunos instrumentos de protección que son la otra cara de sus propias debilidades: su pluralidad, que implica la obligación de escuchar la opinión del vecino, o la conciencia de que su pasado reciente no es completamente glorioso. Pero no hay que fiarse demasiado: bastaría con que un adversario haga declaraciones amenazantes, con que unos cuantos sucesos espectaculares susciten la emoción general, para que los franceses, los italianos o los españoles decidan también que el peligro es inminente, que todos los medios valen para combatirlo y que pasó el momento de buscar pacientemente la verdad. En muchos sitios, ya se dicen esas cosas cuando se habla de islam, de su ejército de terroristas o de su futura bomba atómica.

El hecho de que un peligro sea real no quiere decir que las medidas tomadas contra él sean legítimas. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética inundó de espías los países occidentales e intentó influir en su política; pero no hay duda de que el maccarthismo y la caza de brujas llevada a cabo entre 1950 y 1954 causaron un daño duradero en la sociedad estadounidense. En los años treinta, la amenaza soviética en Europa era muy real; pero fue Hitler el que llevó Alemania a la guerra, y lo hizo (entre otras cosas) exacerbando entre sus conciudadanos el miedo a los bolcheviques.

En los países totalitarios, la verdad se sacrifica sistemáticamente en la lucha para obtener la victoria. Pero en un Estado democrático, la preocupación por la verdad tiene que ser sagrada; están en juego los fundamentos del régimen. Lo entendió muy bien Germaine Tillion: miembro de una de las primeras redes de la resistencia en París, redactó en 1941 un panfleto en el que llamaba a sus compañeros de armas a no transigir nunca con la verdad, incluso aunque eso no contribuyera de forma inmediata a la victoria: "Porque a nuestra patria la amamos sólo a condición de no tener que sacrificar la verdad por ella".

Tzvetan Todorov es lingüista, historiador y filósofo. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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