En busca del infinito
Después de la primera comida de Navidad me fui a la exposición de Escher en Arte Canal. La Castellana serpenteaba hasta la plaza de Castilla en una lenta repetición de faros de coche y farolillos de Ayuntamiento que se diría escheriana si no fuera porque no guardaba la lógica, la belleza de su geometría. Componiendo el caos, desordenando el espacio, una exasperación de planos divergentes. Pero, ¿hay un espacio objetivo real?, me preguntaba como Escher, ¿o todo a nuestro alrededor es un mundo subjetivo que revelan nuestros sentidos?
Las filas avanzaban por los carriles como despaciosas luciérnagas mecánicas. Desde el ángulo recto que formaban mis pasos entre la horizontal de ese plano y la verticalidad de un pensamiento inútilmente contenido por mi gorro de lana, obedeciendo a "la gravedad, nuestra tirana", imaginé su afán por ocupar las galerías subterráneas de los parkings, un regurgitar de conductores minúsculos que abandonarían su asiento al volante y volverían cargados de paquetes para lanzar con inefable desesperación a la oscuridad del maletero.
Ya no tengo frío porque voy recorriendo la costa siciliana, divisando los montes de Calabria
"Todo lo que haces es adentrarte en el fondo y continuar creyendo que te mueves hacia arriba. Nada más que absurdos. De vez en cuando, me produce náuseas", confiesa Escher desde la boca del estómago; él, cuya única ambición es expresar cosas "exquisitas y puras". Y yo, en vez de comprar regalos, que es lo que debería estar haciendo a estas alturas, voy "perdida entre enigmas", como el artista científico, y "grandes pensamientos, casi infinitos e intemporales", porque "hay una cinta de Moebius esperando en mi alma. De vez en cuando le escucho gritar: ¡quiero salir, quiero salir!". Encuentro la salida entrando a su mundo imaginario, tan reconocible, esa delicia de "jugar en serio", con matemática exactitud.
En fuga, me adentro en un universo que reconstruye con minuciosidad el esplendor de la creación, que recrea la belleza que celebra, simple a primera vista e inabarcable en su complejidad: la naturaleza como objeto artístico primordial. "Mis pequeños pájaros, peces y ranas no pueden describirse: todo lo que piden es que se les tome en serio, piden una manera de pensar que he descubierto que está presente sólo en muy pocas personas", dice Escher.
Ya no tengo frío porque voy recorriendo la costa siciliana, divisando los montes de Calabria, visitando catedrales sumergidas y, desde las callejuelas de Atrani, paso a una realidad que es su reflejo en un charco y se divide en círculos y esferas y espirales, en cuerpos regulares. Frente a las manos que se dibujan a sí mismas y los reptiles que entran y salen de su representación, metamorfosis simultánea y unánime entre paisaje y personaje, me despliego como un plano de cuya aparente informidad salen volando pájaros. Liberada de la gravedad, relativa, puedo ya ascender escaleras hacia todas y ninguna parte, subir y bajar a un tiempo, habitar precisas arquitecturas imposibles, ser cóncava y convexa, subjetiva, la misma y distinta, infinita. Y encuentro paz: "Estar en paz con esta vida peculiar; aceptar lo que no entendemos; esperar tranquilamente lo que nos aguarda".
Al salir de ese fascinante laberinto, compro allí mismo los regalos. Y en la calle soy la calle y la fila de coches es un reflejo de mis pupilas y por encima de la ciudad hay ciudades sumergidas y por debajo de mi cabeza hay un cielo de estrellas y es un diciembre eterno que también es verano y hay lagartos y peces y piezas de ajedrez en las aceras y me dirijo a otra fiesta navideña: "Una persona que tenga una conciencia lúcida de los milagros que la rodean, que haya aprendido a animarse en la soledad, habrá conseguido avanzar todo un trecho por el camino hacia la sabiduría, ¿o acaso es que he perdido el rumbo?".
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