'Spaghetti' Lynch
Una extraña corte de neoyorquinos reivindica el desconcertante filme 'Inland Empire'
Son las nueve menos cuarto de la noche y se ha formado una cola frente al cine. No es una cola muy larga, pero hace fríoy se observa cierto nerviosismo en el personal. Ya estamos todos. Están la intelectual que apura el cigarrillo y el despistado que no sabe lo que va a ver; el nigromántico y la estudiante de cine depresiva; el cinéfilo escéptico y su novia peluquera moderna; la dibujante de cómics y el arquitecto que vive en Tribeca; el freakie y el beatnik de cuarta generación. Todo muy normal. Podrían pasar lista. Vamos a ver Inland Empire. Tres horas de David Lynch. Llevamos provisiones.
La cita es en las salas IFC, unos cines de la Sexta Avenida, en pleno corazón del West Village, que se renovaron hace un par de años. Pertenecen al Independent Film Channel y, como esta cadena de televisión, sólo ofrecen películas independientes. Estos días, por ejemplo, además del artefacto de Lynch, exhiben un documental sobre el artista Matthew Barney, una copia restaurada de El topo, de Alejandro Jodorowsky; El séptimo sello, de Bergman, y el clásico de las navidades ¡Qué bello es vivir! Pese a esta competencia, el IFC es el único lugar en toda Nueva York (y en todo Estados Unidos, si exceptuamos Los Ángeles) donde puede verse Inland Empire, y desde que se estrenó, hace un par de semanas, lleva camino de convertirse en un pequeño fenómeno navideño. El mensaje de paz y amor, por supuesto, queda descartado.
Ésta es una película de David Lynch y, tal como advierte un cartel a la puerta del cine, pueden pasar primero los espectadores que, junto con la entrada, lleven un café para tomar en la sala. A continuación, entramos los demás mortales y buscamos sitio. Antes de empezar la película, en lugar de anuncios comerciales, pasan un fragmento del estreno del filme en Nueva York. Hablan el actor Justin Theroux y el director David Lynch (que se parece un poco a Louis Van Gaal). Entendemos entonces el asunto del café: Lynch cuenta que se toma unos 20 cafés al día. "Es tan cafetero", comenta Theroux, "que debería tener su propia marca de café".
David Lynch no es habitualmente un cineasta comprensible. Sus películas no suele seguir la narrativa clásica. Al contrario, exigen sesudas interpretaciones. Hay quien las adora y hay quien se muere de aburrimiento en ellas. Después de estrenar Mulholland Drive, cinco años atrás, Lynch estuvo trabajando en el proyecto Inland Empire, por primera vez con tecnología digital. Con todas sus posibilidades y su bajo coste, el vídeo ha acelerado el proceso de extrañamiento del autor. Esta fama de confuso le acompaña y casi le precede, como un reclamo comercial. En la taquilla de los cines IFC, puede leerse este otro cartel: "Si has visto Inland Empire nueve veces, demuéstralo con tus entradas y te regalamos la décima". Pregunto al taquillero cómo va la cosa. Se ríe: "Hay un par de tipos que llevan ya cuatro o cinco sesiones. A ver si no se vuelven locos antes de llegar a la décima".
Empieza la película. Nos situamos en la historia. Ordenamos poco a poco cada parte del rompecabezas. "Hollywood: donde las estrellas crean sueños y los sueños crean estrellas", dice un personaje. Volvemos al registro de su anterior película, Mullholand Drive, e intuimos una trama crítica con el mundo del cine, los sueños frustrados de las actrices frustradas. Pero no tardamos en perdernos. Se nota en el ambiente. A mi lado, una chica empieza a comer espaguetis chinos de una caja de plástico. Sorbe con ruido, pero no importa. Dos hileras más adelante, una pareja abre una caja rectangular y comparte una pizza comprada en el gran Arturo's de Houston Street. Durante una escena de cierto suspense, un chico se ríe a carcajada limpia. No pasa nada, estamos en familia. David Lynch lo entendería.
A lo largo de la proyección, sólo se marchan dos personas. Los demás nos dejamos llevar. Más que una película de tres horas, Inland Empire es una amalgama de imágenes con un leve hilo conductor, a veces fascinantes, a ratos divertidas y a menudo desconcertantes. Un ejemplo de desconcierto: de repente, en un decorado que parece salido de un cuadro de Edward Hopper, vemos a una familia hablando de algo cotidiano; se escuchan risas enlatadas y la particularidad es que la cabeza de los tres personajes es de conejo. Intentando encontrar un sentido a todo aquello, pienso en unas palabras de David Lynch en el estreno de la película, muy propias para estas fechas: "Jesús viene de la leche. Piénsenlo. Las vacas dan leche y hacemos yogures, hacemos quesos -todos hemos comido alguna vez queso-. Una cosa lleva a la otra, Jesús viene de la leche".
Salimos del cine pasada la medianoche. Se forman grupos en la acera y se habla de la película, se hacen conjeturas, se ríe. Otros se marchan cabizbajos. Dentro de poco caeremos en la ilusión de que quizá una segunda vez nos ayudaría. O una tercera... Muy listo, David Lynch, ahora veo el truco.
Babelia
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