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La ofensiva terrorista
Columna
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Convicciones y evidencias

Escribe Gonçalo M. Tavares en su novela Un hombre: Klaus Klump (Mondadori, Barcelona 2006) que el ruido de las balas, de las bombas, es disforme y que carece del menor vestigio verbal. Que a todas luces no es humano, ni natural, que no es un sonido orgánico, ni orgánico bruto, ni orgánico inteligente. En su opinión, el sonido de la bala, el del gatillo al ser accionado, el de la bomba, es un sonido negro, que se oye salir de los lugares donde ha estallado segundos antes. Para nuestro autor la posibilidad que tienen el arma y los explosivos de repetición exacta es una suspensión evidente del tiempo habitual, del tiempo que los humanos y la naturaleza conocen: el tiempo que avanza, que cambia, que altera las cosas. El disparo, la bomba, el fenómeno de la repetición, detiene el tiempo; y al exhibir una copia de su "frase" anterior presenta cierta autonomía respecto al mundo: una autonomía de tiempo, un tiempo más allá del mundo, tiempo autónomo, revelador de la negrura.

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Así ha sido el pasado sábado en el aparcamiento de la terminal T-4 del aeropuerto de Barajas. Dos desaparecidos en los escombros, heridos, pánico. Nos habían dicho los Acebes que ETA mata pero no miente. El sábado la banda rompió el alto el fuego permanente que había declarado en marzo con el lenguaje de la dinamita, conforme a su peculiar gramática asesina. De nuevo podremos comprobar que los atentados, como los volcanes, tienen sus días de llamas y sus años de humo. Porque todavía estaban trabajando los bomberos y ya estábamos sumidos en la humareda de las declaraciones. El ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, se limitaba al relato de hechos. El líder de la oposición, Mariano Rajoy, se apropiaba del Estado de derecho y del combate a la banda terrorista con la misma contundencia que se ocupa militarmente una cota y se prohíbe a los adversarios, en este caso al Gobierno, a menos que éste se le uniera. El lehendakari Juan José Ibarretxe ensayaba por enésima vez un detestable equilibrismo autista. Sólo el presidente del PNV, Josu Jon Imaz, denunciaba sin ambages a Batasuna y declaraba enterrado entre los escombros de Barajas el discurso de Anoeta.

Sabemos que el intento de descodificar las circunvoluciones cerebrales de los terroristas es harto arriesgado, que carece además de sentido acudir presurosos a prestarles nuestra racionalidad pero, también, que en ETA existe la división del trabajo. Porque, por encima de los comandos operativos que obedecen órdenes, hay cúpulas que las imparten, conforme a circunstancias de lugar y tiempo. En esta ocasión, el coche bomba se ha enviado a Madrid, se ha situado en la T-4, que es el símbolo de la modernidad, y se ha explosionado un sábado, que abría el pórtico de las vacaciones de fin de año. Es decir, en una jornada de prevista sequía informativa, cuando el acceso a los espacios de los medios de comunicación ofrece oportunidades multiplicadas. Justo la víspera, el presidente había avanzado sus buenos augurios sobre el llamado proceso de paz, diciendo que en un año estaríamos mejor. De manera que la furgoneta bomba del día 30 ha hecho añicos la idea, tan tranquilizadora, de que en Moncloa disponen de información privilegiada, que llevan puestas las luces largas o que tienen aparatos de rayos infrarrojos para visión nocturna.

Sólo una semana antes había sido recibido en Moncloa el presidente del PP, Mariano Rajoy, cerrando nueve meses de secano. Pero de ese encuentro ni siquiera salió un acuerdo de mínimos para dejar en claro que de lograrse el final del terrorismo compartirían el éxito en idéntica proporción, con renuncia expresa del Gobierno de apuntarse ventaja alguna, y que si resultara el fracaso ambos señalarían unánimes a ETA como único responsable, sin culpabilizarse de modo recíproco. Aquella entrevista del día 22 dejó la impresión de que seguía sin soldarse la unidad de los demócratas, ni siquiera en torno a un objetivo que hace suyo el conjunto de la ciudadanía. Más aún cuando, tras el 11-S y el 11-M, habíamos progresado hacia la tolerancia cero con el asesinato, y se daba una ambientación internacional de absoluta repulsa al terrorismo. Como se ha visto, hacer derivar evidencias de las propias convicciones es una apuesta de alto riesgo. Ahora, además, la proximidad de las elecciones puede incentivar a cada contendiente para que saque lo peor de sí mismo. Veremos.

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