'Miuras'
"Este niño tiene una idea como un miura", acostumbraban a decir mis padres, glosando aspectos de la personalidad de sus hijos. No se referían, claro está, a una idea concreta, sino al oscuro germen donde habitan las peores intenciones. Tal era la bien ganada simbología de los cornúpetas de Zahariche. Sólo el nombre Miura incita a descubrirse. ¡Pues qué respeto no habrán de imponer los diestros que se los van a fajar! Escribo esto en un banco del parque María Luisa, bajo una sombra de hiedra, donde se han citado aromas vegetales, batir de alas, trinos de pájaros, luces oblicuas y ruidos de cascos que atraviesan la espesura verde camino de la feria. Y en esta sensualidad, la espera oscura de los miuras. Sensualidad y dolor, temor y aromas, valor y zozobra, luces y sombras: eso son los toros, tal vez la fiesta más nítidamente humana que queda, las dos caras del fatídico gozo de la vida.
'Morisco', el 2º, se llevó un quite por faroles e hizo alarde de genio y bravura
Fuera de sí, Juan José gritaba al piquero y esquivaba los cuernos difícilmente
Miuras en Sevilla, casi un oxímoron para rematar este abril de lujo. Y salieron grandes, bien armados, variados de capa, con la mayor caja y báscula de la feria y... con las intenciones que les ornan.
Salió Burraco, temible cabeza que vaciló tras las varas. Fundi, que compartió palos con Padilla -el jerezano se asomó al amplio balcón-, nos dedicó el bicho. El pequeño gran diestro no perdía la cara al uro que trotaba cabeceando y punteaba el trapo y, obligándolo con la diestra, le llegó a correr el brazo y a llevarlo sometido. Vencía una batalla más y la afición lo premió cuando, por derecho y despacio, dejó en los rubios la estocada de la feria. Al feroz cuarto, encelado en el penco, lo sangraron mucho. Oficioso en banderillas y lidiador con la franela, lo fijó el de Fuenlabrada con medios pases, de pitón a pitón y macheteos, sin perder la cara negra que le buscaba con oscuras intenciones.
Muy goyesco, Padilla, desde el capote de paseo hasta el vestido, sin olvidar la montera que ya quisiera para sí Cúchares. Morisco, el segundo, alto, largo y armado, provocó una ovación. A poco se deja la hermosa lámina en las tablas por esa manía de los peones de excederse en juegos de burladero. Empujó, derribó, se le dio, y llevó un quite por faroles con la montera entre las patas -que el toro se apresuró aponer boca abajo con la pezuña-, e hizo alarde de genio y bravura mientras Padilla se iba perdiendo en series impetuosas de las que salía suelto algún natural. Se le fue el toro. Pero en el quinto llegó el jaleo. A paso de querremedio de fue Juan José a arrodillar a la boca del túnel y allí lo arrolló -temimos con cornada- pero, sobrepuesto y en semilocura, volvió a arrodillarse, le dio otra larga, se irguió, tres verónicas veloces, y la plaza en pie. Fuera de sí, compulsivo, gritaba al piquero y con capote en burruño esquivaba los cuernos difícilmente. El miura quería carne y el diestro estaba enajenado; tomó los palos -que clavó en lo alto- y hubo alboroto. Brindó entre ovaciones, sentose en el estribo, salió de rodillas, buscó ignotos terrenos y sorteó miradas, búsquedas, acometidas y tornillazos, rodando a veces por los suelos y contagiando la demencia al respetable que le pidió la oreja con furor.
Valverde tuvo en el sobrero otro cárdeno de bella lámina que recibió verónicas en chispazo de un capote en el que apenas cabía. Como metiera la cabeza en el quite de Fundi, el salmantino lo brindó, pero en seguida devengó en marmolillo. Muleta en mano empezó a gritarle y a lo mejor eso le paralizó. Valiente y porfión recibió palmas agradecidas por sus empeños. El sexto fue un Miura clásico: con peligro sordo, rebañando a mitad del pase, llenaba la faena de alertas, sobresaltos y murmullos. Valor espartano el de Javier con la fiera en el último toro de la feria.
La luz verdiazul del anochecer encamina la ciudad hacia los farolillos de la feria; junto a trajes cortos, vestidos de gitana y coches de caballos, los atuendos más nobles: los que nos visten de esperanzas y deseos. En algún sitio queda una sevillana popular: "Las niñas de Sevilla/ ¡Olé el salero!/ esperaban al toro/ junto al chiquero,/ y las peinetas/ les servían a las niñas/ como muletas".
Babelia
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