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El desprecio por la ley en España

El general de División Miguel Cabanellas Ferrer era jefe de la V División Orgánica de Aragón en 1936. Incorporado al levantamiento militar pese a ser considerado republicano, su ambigüedad en los primeros momentos contribuyó a que el núcleo obrero zaragozano perdiese la iniciativa y no resistiese. El 23 de julio fue nombrado presidente de la Junta de Defensa, cargo decorativo que ostentó hasta que el general Franco asumió el mando supremo, el 1 de octubre de 1936. Fue por esta época cuando, abrumado por el rigor de la represión en la Zona Nacional, Cabanellas dijo estas palabras: "En este país, alguien tiene que dejar de fusilar alguna vez".

Pues bien, si exceptuamos a los terroristas de ETA, este país ya ha dejado de fusilar. Ya no mata. Ahora hace falta que alguien comience a cumplir la ley alguna vez. En realidad, el peor legado de las dictaduras, más aún que la privación de las libertades, es la convicción que se introduce insidiosa en la conciencia de los ciudadanos acerca de que las leyes no deben ser cumplidas, pues sólo están para crear una apariencia de legalidad formal vacía de fuerza vinculante. Tan es así, que el profesor Aranguren llegó a decir que lo peor de las leyes fundamentales franquistas no era tanto su contenido, como el hecho de que se promulgaban sin voluntad de cumplirlas.

Creí, a inicios de la Transición, que una de las tareas más honrosas que le correspondían a la izquierda (para la que -pensaba- la acción política es siempre una forma de docencia) era introducir en la sociedad española la convicción de que las leyes están para ser cumplidas, tanto por el Estado que las da, como por los ciudadanos que las reciben. Máxime, tras décadas de eclipse legal provocado por la dictadura franquista. Pero pronto advertí mi error. "Montesquieu ha muerto", se proclamó con énfasis; y, poco después, Rumasa era expropiada por una ley singular. A partir de ahí, semejantes han sido las actitudes de populares y socialistas mientras han usufructuado el poder: han instrumentalizado la ley y han utilizado las instituciones jurídicas como burladeros al servicio del designio político que han considerado prioritario. Así lo prueba, por ejemplo, lo sucedido con la Ley de Partidos Políticos. Veamos.

El Partido Popular concibió la Ley de Partidos como un instrumento para neutralizar el entorno de ETA y ahogar económicamente a la organización terrorista, mediante la ilegalización de Batasuna. Pero al actuar así, utilizando una norma jurídica como arma de exclusión, forzó el sistema en un doble y grave sentido. Primero, se abrió la puerta a la judicialización de la confrontación partidaria y, en consecuencia, a la utilización política de las instituciones contra el adversario político. Segundo, se promulgó una ley que, de hecho, es una ley singular concebida a la medida de un caso concreto, con vulneración del requisito de generalidad exigible a las leyes. De lo que resulta que, si bien la inconstitucionalidad de esta Ley ha sido negada por el Tribunal Constitucional, pende aún de resolución ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos la demanda presentada contra ella por el Gobierno vasco, por considerar que vulnera el Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos. Y, por otra parte, el resultado positivo alcanzado gracias a la Ley de Partidos podría haberse conseguido también, aunque con mayor esfuerzo procesal, mediante la observancia estricta de la normativa general, aplicada con la técnica jurisprudencial del levantamiento del velo de las personas jurídicas.

Cinco años después, la Ley de Partidos ha sido eludida por el presidente Zapatero sin derogarla, ya que, al impedir a sus interlocutores de Batasuna participar en las últimas elecciones, ha obviado el obstáculo mediante la fórmula oblicua de permitir o no la presentación parcial de candidaturas abertzales por Acción Nacionalista Vasca -satélite de Batasuna-, según que los candidatos careciesen o no de vínculos notorios con ésta. Es injustificable, pero se explica por la congénita falta de respeto a la ley que distingue a nuestros dirigentes -de derecha o de izquierda-, que suelen olvidar que las leyes se derogan pero no se conculcan; y, sobre todo, que no se burlan con quiebros torticeros presentados con alardes de hipócrita acatamiento formal.

Debe añadirse, además, que el incumplimiento habitual de las leyes provoca la instrumentalización de las instituciones que deben velar por su observancia. Así, por ejemplo, tras unas vicisitudes abracadábricas, el etarra De Juana ha sido trasladado del hospital Donostia de San Sebastián a la prisión de Aranjuez. Lo que genera en muchos ciudadanos una duda inquietante: ¿habría sido igual el destino de De Juana si ETA no hubiese roto la tregua? Y lo mismo puede inquirirse respecto al súbito encarcelamiento de Otegui. No hay respuesta para estas preguntas, pero el solo hecho de formularlas denota la desconfianza que provocan unas resoluciones que parecen adoptadas como moneda de cambio. Ya se sabe -Bermejo dixit-, "a tiempos cambiantes soluciones diferentes". La justicia es la virtud de dar a cada uno lo suyo. No es, por tanto, un valor, pues valor quiere decir precio, y el precio depende de las circunstancias contingentes del mercado y de estimaciones subjetivas, en tanto las virtudes son objetivas y permanentes. Lo que no significa que, para hacer justicia, pueda prescindirse del conocimiento cabal y circunstanciado del supuesto de hecho, pues no existe más justicia que la justicia del caso concreto. Ahora bien, esta atención a las circunstancias del caso no puede confundirse con la aceptación del cambalache que supone la adopción de resoluciones judiciales en función de motivos de conveniencia política. De hacerse así, la decisión judicial no hace justicia sino que paga un precio o materializa una venganza.

Si bien se piensa, todo ello conduce a un resultado: el descrédito de la ley, concebida como un plan vinculante de convivencia en la justicia, que a todos nos hace libres y a todos nos iguala. De ahí que la observancia de la ley, tanto por quienes han de aplicarla como por quienes han de cumplirla, sea la expresión básica del pacto social sobre el que descansa el Estado democrático de derecho. Por tanto, el problema no está en las leyes, sino en quienes las promulgan sin prudencia y en quienes las burlan con escarnio.

¿Cuándo advertirán nuestros dirigentes que decir la verdad es rentable? ¡Qué no nos engañen! Dígannos a dónde quieren ir, qué planes tienen y con qué medios cuentan. Deroguen cuanto haya que abolir, y apliquen sin subterfugios las normas que dejen vigentes. Nos va en ello la subsistencia del Estado, que no es, a fin de cuentas, otra cosa que un sistema jurídico que dota de transparencia a las decisiones de las instituciones y poderes públicos, y que permite una razonable previsión de futuro a los ciudadanos y a las empresas. Sin transparencia y previsibilidad, no hay seguridad jurídica; sin seguridad jurídica, no hay mercado; y sin mercado, no hay progreso económico. Por lo que, a medio y largo plazo, el incumplimiento de la ley cuesta muy caro. Termino, por tanto, por donde empecé: en este país, alguien tiene que comenzar a cumplir la ley alguna vez. Igual, si lo hacemos, le cogemos gusto. Cosas más raras se han visto.

Juan-José López Burniol es notario.

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