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Una propuesta justa sobre el cambio climático

El acuerdo sobre el cambio climático logrado recientemente en Heiligendamm por los dirigentes del G-8 no ha hecho más que preparar el terreno para el verdadero debate que se avecina: ¿cómo vamos a repartir la capacidad de la atmósfera, cada vez menor, para absorber nuestros gases de efecto invernadero?

Los líderes del G-8 acordaron buscar recortes "sustanciales" de las emisiones de gases de efecto invernadero y "considerar seriamente" el objetivo de reducir dichas emisiones a la mitad de aquí a 2050, un resultado celebrado como un triunfo por la canciller alemana, Angela Merkel, y el primer ministro británico, Tony Blair. Pero el acuerdo no compromete a nadie a cumplir objetivos específicos, y menos que a nadie a Estados Unidos, cuyo presidente, George W. Bush, no estará ya en el cargo en 2009, cuando haya que tomar las decisiones difíciles.

Sería razonable preguntar por qué un acuerdo tan vago es un avance. En la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo que se celebró en Río de Janeiro en 1992, 189 países, entre ellos EE UU, China, India y todos los países europeos, firmaron el Convenio Marco sobre el Cambio Climático, por el que acordaban estabilizar los gases de efecto invernadero "a un nivel que impida interferencias antropogénicas peligrosas para el sistema climático".

Quince años después, no lo ha hecho ni un solo país. Las emisiones per cápita de gases invernadero en Estados Unidos, que ya eran las más elevadas del mundo cuando Bush tomó posesión, han seguido aumentando. Si éste o su sucesor quieren que la próxima ronda de negociaciones fracase, lo tendrán muy fácil. Para justificar su negativa a firmar el Protocolo de Kioto, el presidente de EE UU siempre se ha referido a que no comprometía a China ni a India a respetar unos límites obligatorios. Ante las sugerencias de Bush y otros líderes del G-8 de que los grandes países emergentes deben contribuir a solucionar el cambio climático, Ma Kai, responsable de la Comisión Nacional de Desarrollo de China, respondió que su país no va a comprometerse a cumplir ningún objetivo cuantificado de reducción de emisiones. También el ministro de Exteriores de India, Navtej Sarna, dijo que su país rechazaría restricciones obligatorias.

¿Están siendo poco razonables China e India? Sus dirigentes han alegado siempre que nuestros problemas actuales son consecuencia de los gases emitidos por las naciones industrializadas a lo largo del último siglo. Es verdad: esos gases, en su mayor parte, están todavía presentes en la atmósfera, y, sin ellos, el problema no necesitaría una atención tan urgente como la que requiere hoy. China e India reivindican el derecho a llevar a cabo un proceso de industrialización como el que tuvieron los países avanzados, sin límites en las emisiones de gas de efecto invernadero.

China, India y otros países emergentes tienen algo de razón; o, mejor dicho, tres razones. En primer lugar, si aplicamos el principio de que quien lo rompe lo arregla, los países desarrollados tienen que asumir la responsabilidad de arreglar nuestra atmósfera rota, que ya no puede absorber más gases de efecto invernadero sin provocar un cambio en el clima mundial. Segundo, aunque olvidemos quién creó el problema, sigue siendo cierto que el ciudadano típico de Estados Unidos causa seis veces más emisiones de gases invernadero que el chino, y hasta 18 veces más que el indio medio. Tercero, los países más avanzados tienen más capacidad que otros no tan ricos de absorber, sin causar perjuicios graves a sus habitantes, los costes que supone resolver este problema.

Pero también es cierto que, si China e India siguen aumentando sus emisiones de gases de efecto invernadero, acabarán por anular todo lo que se consiga con los recortes de las emisiones en los países industrializados. Este año, o el que viene, China superará a Estados Unidos como principal emisor del mundo; a escala nacional, desde luego, no per cápita. En un plazo de 25 años, según Fatih Birol, economista jefe en el Organismo Internacional de la Energía, las emisiones de China pueden duplicar a las de Estados Unidos, Europa y Japón combinados.

Sin embargo, existe una solución a la vez justa y práctica:

- Fijar el volumen total de gases de efecto invernadero que pueden emitirse sin hacer que la temperatura media de la Tierra se eleve más de 3,6 grados Fahrenheit, el punto a partir del cual el cambio climático podría ser extremadamente peligroso.

- Dividir el total por la población del mundo, para calcular qué parte de ese total corresponde a cada persona.

- Asignar a cada país una cuota de emisiones de estos gases equivalente a la población del país multiplicada por la parte correspondiente a cada persona.

- Por último, permitir que los países que necesitan una cuota mayor puedan comprarla a los que emiten por debajo de la suya.

Es innegable que asignar a cada habitante de la Tierra la misma proporción de la capacidad de la atmósfera para absorber nuestras emisiones de gases de efecto invernadero es justo y equitativo. ¿Por qué unos van a tener más derecho que otros a usar la atmósfera terrestre?

Pero, además de ser justo, este plan tiene ventajas prácticas. Ofrecería a los países en vías de desarrollo un sólido incentivo para aceptar las cuotas obligatorias, porque, si son capaces de mantener en un nivel bajo sus emisiones per cápita, tendrán un excedente de derechos de emisión que pueden vender a los países industrializados. Los países ricos también se beneficiarán, porque podrán escoger la combinación que más les gusta, la de reducir emisiones y comprar derechos de emisión a los países en vías de desarrollo.

Peter Singer es catedrático de Bioética en la Universidad de Princeton y catedrático distinguido de la Universidad de Melbourne. © Project Syndicate, 2007. Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.

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