El síndrome de la caja registradora
Alrededor de la mitad de los magros ingresos de los profesores universitarios provienen de complementos que premian la antigüedad (los quinquenios docentes se obtienen casi con la misma facilidad que los preceptivos trienios), la dedicación a la gestión o la productividad en el pasado: los sexenios investigadores son aprobados por la Comisión Nacional Evaluadora de la Investigación, mientras que los complementos autonómicos son otorgados aplicando un baremo, decretado por la Generalitat Valenciana, que premia los servicios prestados en docencia, investigación y gestión, a condición de que superen unos mínimos que quedan fuera del alcance de los profesores jóvenes. Existe un consenso generalizado en que los sexenios investigadores, introducidos en los años ochenta para estimular esta actividad, no sólo han recompensado -sobre todo en prestigio- a quienes han realizado dignamente una de las dos actividades propias del profesor universitario, sino que han sido la clave del salto espectacular de la producción científica española (en calidad y en cantidad) durante las dos últimas décadas, que ha situado a nuestro país entre los diez primeros del mundo en numerosas disciplinas a pesar de que la inversión en I+D no alcanza la mitad de la que realizan los países competidores.
Aunque la mayor parte de las publicaciones hayan sido obra de una exigua minoría de excelentes investigadores, son muchos los que han conseguido el reconocimiento de algún sexenio, lo que demuestra que -por convicción o por necesidad- el profesorado universitario es sensible a los incentivos. De ahí que, siguiendo los pasos de otras universidades españolas, dos de las cinco universidades públicas valencianas, la Jaime I de Castellón (UJI) y la Politécnica de Valencia (UPV) -a las que pronto se sumará la Universidad de Alicante (UA)- conceden complementos salariales de acuerdo con sus propios criterios, que están basados en la evaluación de todo tipo de actividades recientes del profesorado, favoreciendo así a los más jóvenes.
Los profesores de la UJI optan entre los complementos autonómicos y los propios, mientras que ambos complementos son compatibles en la UPV y la UA. Parece razonable que los complementos recompensen tanto las actividades recientes como los méritos acumulados, pero no hay que olvidar que los incentivos que se establecen hoy condicionan la universidad de mañana. Por eso me parece preocupante que se sobrevaloren actividades que requieren más tiempo que intensidad o talento (cursillos de pedagogía, didáctica, informática e idiomas, charlas de promoción de titulaciones o publicaciones docentes en la Red) en detrimento de las actividades que lustran el prestigio de las universidades, como la publicación de libros de texto en editoriales reputadas o la publicación de artículos científicos en revistas de alto impacto. La filosofía inspiradora de estos incentivos podría resumirse así: cobrarás por respirar a condición de que te inscribas en el programa de fomento de la respiración, que acredites haber inhalado y exhalado el número de veces especificado en tu proyecto y que tu memoria final reciba el visto bueno de quienes enseñan a enseñar, los nuevos mandarines de nuestras universidades. Una ilustración: el vicerrector responsable de las TIC de la UPV declaró hace poco (EL PAÍS, 25/5/2007) que el Plan de Docencia en Red ofrece 50 euros por cada objeto virtual creado, "por ejemplo, un teorema matemático común a casi todas las ingenierías" (no sé qué opinan sus estudiantes pero los de Matemáticas de la UA -al parecer unos dinosaurios- han suplicado por escrito que los teoremas se demuestren exclusivamente sobre la pizarra).
Las encuestas de satisfacción de los alumnos desempeñan un papel importante en la aplicación de los complementos propios: la nota obtenida es un ítem más en el baremo de la UJI, actúa como factor multiplicativo en el de la UPV y será la llave para el cobro de complementos en la UA. Sin embargo, estas encuestas, aunque pueden ayudar a detectar abusos y a mejorar la enseñanza a través de la autocrítica del profesor, miden pobremente la calidad de la docencia, pues los alumnos carecen de perspectiva para juzgar y son parte interesada en la evaluación (¿desde cuándo los jueces son evaluados por sus encausados o juzgados?), existiendo el riesgo, además, de que usen las encuestas como herramienta de castigo o de extorsión sobre el profesorado. Estos inconvenientes desaparecerían encuestando a los egresados (en lugar de los alumnos), que podrían evaluar a sus ex profesores y sugerir mejoras en las titulaciones que cursaron a condición, claro está, de que el cuestionario esté bien diseñado y su procesamiento estadístico sea correcto, condiciones que no cumple, ni por asomo, la encuesta que realiza la UA, cuyo cuestionario es, con mucho, el peor de los cinco. Mi pronóstico es pesimista: si perseveran en las políticas de incentivos que están poniendo en marcha, nuestras universidades estarán diciendo adiós a la excelencia.
Miguel Á. Goberna es catedrático de Estadística e Investigación Operativa de la Universidad de Alicante.
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