De festivales
Vivimos en plena temporada de festivales, ya lo saben. Y algunos periodistas también participamos en esos eventos, ejerciendo de presentadores o pinchadiscos, la letra pequeña de los carteles. Acudimos con los ojos muy abiertos, conscientes de presenciar un pequeño milagro. Al menos, eso me parece el montar toda una infraestructura en pequeñas localidades, en islas lejanas no habituadas a la música en directo. No hablo sólo del escenario, los camerinos y el sonido, instalados en lugares donde unos días antes sólo había hierba o arena ardiente. Me asombra el equipo que logra que aquello funcione. Una cadena humana que te recoge en el aeropuerto, que te lleva del hotel al lugar del festival, que te instala los platos y te avisa de los tiempos, que te ayuda a matar el hambre y la sed. Gente honesta, además, que recoge los carísimos auriculares que te dejaste después de cerrar la noche con algo tan emocional como The ocean, la balada de Richard Hawley, que se desplegaba majestuosa frente -somos así de literales- a la negrura del océano Atlántico. Junto a esa eficiente maquinaria, la incomprensión de los hoteles. Establecimientos que cierran sus cocinas a las diez de la noche, "es que tenemos clientela internacional que se acuesta pronto". Informas que vas a volver -¡de trabajar!- a las seis de la mañana, pero unas horas después te están incordiando para que abandones la habitación. De todos modos, ya te despertó una cuadrilla de albañiles que están derribando un muro anejo.
Esos inconvenientes empequeñecen ante los placeres con que te obsequia cualquier festival. Los encuentros con amantes de la música, aficionados de a pie que se sienten desvalidos por vivir lejos de las capitales y que te hacen ver lo valioso de servicios -tiendas, conciertos regulares, quioscos bien surtidos- que tú das por descontado. Se agradece la posibilidad de hablar con músicos, lejos de los rituales de las entrevistas: palpas sus preocupaciones, sus esperanzas, sus incertidumbres. Te reconfirman en que sí, que vale la pena seguir apostando por la música creativa en vez de dejarse llevar por la marea. La excepción son los raperos: forman piña, se encierran en sus fantasías del Bronx e ignoran el mundo circundante. En su descargo, aprecias la calma con que enfrentan la agresividad del personal que se siente ofendido por sus pintas o su actitud. Como los jevis, hacen alarde de educación y buenas maneras, por aquello de romper el estereotipo. Lo más instructivo, sin embargo, es charlar con miembros de la organización, de los runners a las chicas de producción, que han tratado con todo tipo de artistas en las distancias cortas. Un periodista musical tiene alma de cotilla y no resiste la tentación de saber cómo se comportan las estrellas. Uno se entera de los modos de la diva brasileña que exige alojarse en las mismas suites que usa Juan Carlos I, del muy solemne cantautor que necesita combustible colombiano para atreverse a salir al escenario, del grupo de cancionero solidario cuyos caprichosos retrasos terminan impidiendo que sus compañeros de cartel prueben sonido a gusto.
Sacudes la cabeza, "qué increíble", ríes a gusto. Hasta que adviertes que tus pequeñas o grandes manías también entrarán a formar parte de ese folclor que corre de boca en boca por el backstage de los festivales.
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