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Columna
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Bookcrossing

Vicente Molina Foix

He entrado en una secta. Este artículo no sólo es una profesión de fe, sino un intento de hacer proselitismo contigo, descreído lector.

La cosa empezó en el año 2001, aunque a mí me llegó la buena nueva más tarde. Un grupo de loquitos (weirdos, en la graciosa palabra norteamericana utilizada en la información que leí) había creado un club para llevar a cabo entre aquellos que se adhiriesen a él una nueva práctica nunca antes intentada por ser humano. El club tenía un padre-fundador pero no jerarquía, liturgia, mandamientos ni dogma; por no tener, no tenía ni sede. El club empezó a predicar online.

Tres años después de que un tal Ron Hornbaker hubiese puesto en la Red la piedra fundacional, el Oxford English Dictionary ya incluyó la palabra de aquel profeta en sus ediciones, con lo que la Biblia de la lengua más hablada en el mundo santificaba (bueno, digamos que sancionaba) la existencia del término Bookcrossing. Extraño nombre para una comunidad de creyentes en el más allá.

¿No les parece maravillosa una creencia que fomenta el amor al prójimo a través de los libros?

Hoy, pasados apenas seis años de aquel día venturoso de la ocurrencia de Ron (él prefiere que se le llame así, sin prosopopeya ni tratamiento), existen repartidos por toda la faz de la Tierra 600.000 adoradores de la palabra revelada, que yo voy a revelarles a ustedes a continuación. Y, para ello, nada mejor que reproducir la definición con la que el Bookcrossing se da a conocer al catecúmeno o, simplemente, al curioso: "Práctica de dejar un libro en un lugar público para que alguien lo coja y lo lea, haciendo después lo mismo".

Llevo metido en ello cinco meses, minuto más, minuto menos, y creo recordar con exactitud que he hecho 12 operaciones en tanto que feligrés de la misma, unas como receptor y otras como donante. Me considero un buen bookcrosser, aun siendo consciente de que me falta mucho en este campo al lado de quienes ya han adquirido una experiencia y le dedican más tiempo.

La dificultad para que este credo crezca y los bookcrossers nos extendamos es la falta de lugares donde practicarlo, así como la poca fe de nuestros conciudadanos. Madrid es acogedora, multicultural y turística, pero en la infraestructura del bookcrossing está verde. Sólo conozco dos lugares en la ciudad habilitados ad hoc, los Cines Renoir Retiro, en la calle de Narváez, y la sucursal de la Caja de Ahorros de Navarra (CAN), en la esquina de Claudio Coello con Juan Bravo. Me refiero a lugares de culto. Sé que el bookcrossing también es realizado al aire libre en parques y jardines, donde cualquiera puede dejar un libro encima de un banco confiando en que alguien pase y lo recoja antes de que llueva o lo estropee la manga riega. Esta segunda modalidad de cruce de libros (no otra cosa quiere decir bookcrossing) la denominan sus ideadores salvaje (wild, en inglés), para diferenciarla de otra que llaman release, una entrega o recepción controlada, bien por depositarla en sitios convenidos o por hacerla entre miembros de la misma congregación. En la citada oficina de la Caja de Ahorros de Navarra, por ejemplo, sus directivos han dispuesto una elegante caja negra de cartón para los depósitos (de libros, quiero decir), mientras que en los Renoir Retiro lo que hay es un sencillo estante de pared con dos baldas, situado junto a la entrada de una de las salas del piso de arriba.

¿No les parece a ustedes maravillosa, y ahora ya entro en la base doctrinal de mi columna, una creencia que fomenta el amor al prójimo a través de los libros? Y no hay que pensar en que el bookcrossing vaya contra los libreros, para mí, después de los libros, el segundo mayor bien de mi vida de lector, que es como decir mi mejor vida. Cruzar un libro con desconocidos de quienes se espera semejante concesión es ampliar horizontes de lectura, pues esos anónimos seres que por pura generosidad humanista o simple falta de espacio en sus bibliotecas se desprenden de un libro están haciendo una donación susceptible de convertirse para otro en un descubrimiento (hablo por experiencia propia de receptor). Un donante ha sido antes un comprador, y su gesto no sólo indica desprendimiento, sino confabulación, instigación a leer, deseo de dejarse sorprender -cuando vuelva a ir al cine o pase a ver el estado de su saldo bancario- por el libro que dejó alguien de su mismo espíritu. Hablé de secta al comienzo, aunque la palabra mejor sería cofradía. Los hermanos del santísimo libro.

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