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Columna
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Negociar y hacer negocios

Pocos países han generado en su vocabulario político tantas paradojas como el nuestro. Una de las más aberrantes y divertidas es la asombrosa diferenciación entre "negociar" y "hacer negocios".

A despecho de la tradición empresarial del País Vasco, entre nosotros no hay actividad más oprobiosa e inmoral que hacer negocios. La izquierda radical detesta los negocios y la socialdemocracia mantiene su innata prevención hacia el mercado, pero a ello se le une ahora el mismo Gobierno autónomo, que muestra una progresiva aversión hacia esa actividad, quizás debido a que, en el tripartito, el Partido Nacionalista Vasco pone los votos, pero Eusko Alkartasuna y Ezker Batua ponen la ideología. Hace pocos días, el viceconsejero de Vivienda presentó su dimisión, pero aprovechó aquella ocasión para recordar públicamente cómo la actuación del Gobierno en la materia molestaba a quienes "ven en la vivienda un negocio y no un derecho". El mismo día, la presidenta de EA arremetía contra la dirección del PNV a la que acusaba de "mantener el negocio", si bien no concretaba el negocio en cuestión. En todo caso, sorprende que para denigrar cualquier proyecto público o privado se utilice el término "negocio" con soniquete acusador, como si quien se dedica de verdad a hacer negocios sea invariablemente un explotador, un rufián o un carterista.

Todo esto es producto de una subcultura política retrógrada, que haría las delicias del Che Guevara o Ho Chi Minh, pero cuyo olor a naftalina confunde a los olfatos sensibles. Se extiende la especie de que la actividad privada es moralmente infernal y que en ella residen todos los males de nuestra sociedad. Por eso los políticos siempre hablan de "negocio" para denunciar las malas prácticas en su propio oficio, lo cual dice mucho de la penosa opinión que tienen acerca de los negocios de verdad. Que este discurso se practique desde la pintoresca izquierda radical es previsible, pero que también se difunda desde los partidos que conforman el Gobierno resulta preocupante. Y lo peor de todo es que no se trata sólo de una extravagancia discursiva, sino que condiciona políticas concretas y afecta, en último término, al bienestar presente y futuro de esta sociedad, como cuando tales partidos, de forma absolutamente irresponsable, comprometen la culminación de infraestructuras como el tren de alta velocidad, penalizan fiscalmente a las empresas guipuzcoanas o preparan una legislación para la vivienda de intención confiscatoria.

Pero en este país donde "hacer negocios" está mal visto, "negociar" resulta el deporte nacional. Odiamos a los negociantes, pero admiramos a los negociadores. Negociamos a todas horas y emprendemos constantemente nuevas negociaciones. Desde la muerte de Franco, no hemos parado de negociar. Negocian los partidos políticos y las konparsas de fiestas, los sindicatos de clase y las cofradías de pesca. Aquí colgaríamos del árbol a un tipo que quisiera hacer negocios, pero a cualquier negociador le organizamos un ciclo de conferencias. Eso sin mencionar la nueva acepción que hemos encontrado al verbo "negociar", una acepción teñida de connotaciones tenebrosas: habría que preguntarse qué entienden ciertos individuos cuando dicen, en Euskadi, algo tan paradójico como "le vamos a obligar a negociar" o "les vamos a obligar a negociar": parece que el sujeto negociador está dispuesto a laminar al sujeto negociado.

En contra de los mitos dominantes, hacer negocios genera riqueza colectiva; negociar, en el menos malo de los casos, contribuye a no perderla. Esta es una obviedad, por más que nadie tenga el coraje de recordarla. Blaise Pascal escribió que buena parte de los problemas de la humanidad se resolverían si la gente aprendiera a quedarse en su casa. También podríamos decir que buena parte de los problemas de Euskadi se resolverían si, en vez de tantas negociaciones, hubiera entre nosotros más negocios. Por desgracia, para mucha gente esta proposición no es negociable.

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