La filosofía en el tocador (de señoras)
"UNA VERDADERA joya: una comedia inteligente, ligera y profunda, sensual y melancólica, divertidísima", escribí, hará un par de años, con motivo del estreno en La Abadía de El libertino, de Eric-Emmanuel Schmitt, estupendamente interpretada por Andrés Lima y Yolanda Ulloa en montaje de Joaquín Hinojosa. Su versión catalana, El llibertí, a cargo de Esteve Miralles y a las órdenes de Joan Lluís Bozzo (que firma aquí su mejor trabajo en mucho tiempo: clásico, fluido, detallista) acaba de inaugurar, en el Poliorama, la temporada barcelonesa. Precisamente en el teatro de la Rambla se dio a conocer el nombre de Schmitt, allá por 1995, con El visitant, puesta en escena por Rosa María Sardá. Siguieron luego en Madrid, que yo recuerde, Variaciones enigmáticas, montada por Gerardo Malla, uno de los últimos papeles de Jesús Puente, y, en 2005, una insólita cosecha de tres funciones: Pequeños crímenes conyugales, con Amparo Larrañaga (dirigida por Tamzin Townsend), Oscar o la felicidad de existir, con María Jesús Valdés (dirigida por Pérez de la Fuente) y El señor Ibrahim y las flores del Corán, que le valió a Juan Margallo el Premio Max al mejor actor. Le libertin, estrenada en el Théâtre Montparnasse en 1997, con Bernard Giraudeau y Christianne Cohendy, obtuvo un enorme éxito de público y crítica. Este vodevil filosófico, que Schmitt definió como "la más alegre de mis obras", nace de su pasión juvenil por Diderot, a quien dedicó su tesis universitaria. Sobre un escenario buscó, pues, devolverle "su carne, su pasión, su vivacidad; mostrar hasta qué punto era libre, libre de cambiar de parecer, de contradecirse, de empezar de cero una y otra vez". El libertino podría ser, perfectamente, un "cuento moral" de Rohmer. O un episodio de sus "comedias y proverbios", con un lema diáfano: "Penser n'est pas connaître". Dicho de otra manera: una teoría no es más que un ensayo de conocimiento, una ficción prisionera entre razón y deseo, presta a ser desmontada, agrandada o achicada por la inatrapable vida. La comedia surge de una anécdota real. Diderot, alojado en el pabellón de caza de su amigo el barón de Holbach, no logra definir el concepto de "moral" para la Enciclopedia. Tampoco avanza el retrato que quiere hacerle Madame Therbouche, porque la pintora quiere captar "un filósofo al desnudo y en reposo", y lo primero no lleva precisamente a lo segundo. A lo largo de esa folle journée vamos a ver al bueno de Diderot seducido y sacudido por cuatro mujeres, cuatro pruebas de fuego para su filosofía: Antoinette, la esposa, que, harta de cuernazos, siembra en él la duda de la infidelidad; Angelique, la hija, que quiere ser inseminada por Darceny, un tipo que, horror, tiene la misma edad que su padre; la señorita Holbach, cuyo juego (o juegos) no revelaremos aquí, ni muchísimo menos las secretas intenciones de Madame Therbouche, poseedora de un cerebro con más revueltas y cajoncitos ocultos que un secrétaire Luis XIV. Cuatro mujeres, nos dice Schmitt, "que entran y salen, que se esconden en las alcobas y tras los biombos; que son, desde luego, mujeres pero sobre todo ideas. Ideas inteligentes, seductoras, que atraen y desconciertan a Diderot".
A propósito del montaje de El llibertí, de Eric-Emmanuel Schmitt, en la versión catalana dirigida por Joan Lluís Bozzo
Un Diderot que intenta asumir sus muchas contradicciones -aboga por el amor libre y antepone el deseo a la fidelidad, pero entiende el matrimonio como un contrato necesario para la educación de los hijos y la transmisión de bienes- y abraza alegremente su fracaso como una "ampliación de estudios", la base de una ética pragmática en la que no hay "moral" sino "problemas morales" a estudiar caso por caso. Libertario burgués más que libertino, sería un gran personaje brechtiano, un primo segundo de Galileo o del juez Azdak. Diderot es un soberbio, matizadísimo Ramón Madaula, rebosante de encanto, ingenuo y apasionado, cuya rotunda autoridad escénica parece fluir, sin esfuerzo aparente, de la esencial vulnerabilidad del personaje. Laura Conejero insufla la precisa combinación de voluptuosidad y vitriolo a Madame Therbouche, una depredadora de Sade o Choderlos de Laclos irrumpiendo en un boudoir de Sacha Guitry. Tiene mucha tela ese personaje: es una aventurera felina y enigmática, de relampagueante astucia, que encarna (con gran aprovechamiento) un inasible y vindicativo fantasma de "lo femenino" -atención a su salvaje monólogo del segundo acto, punto álgido de la actriz-, pero sobre todo una rival que supera, cuestiona y pone del revés los fundamentos de Diderot: no cabe imaginar mayor forma de seducción. Se comprende que el gran engaño final le fascine por su "calidad artística", que acreciente su deseo de seguir "amando y filosofando hasta el amanecer". Hay mucha química en la pareja protagonista, y su pimpón ideológico está muy bien pautado por Bozzo, con un notable equilibrio entre velocidad escénica y claridad de exposición, sin que se pierda un solo entrevero del debate ni decaiga la ligereza del juego, adecuadamente apoyado y amplificado por la aérea escenografía y el elegante vestuario de Montse Amenós. El espectáculo acaba de arrancar y todavía tiene, como es lógico, algunos aspectos que sin duda mejorarán en su andadura. Son, en todo caso, problemas puntuales y menores que no empañan el logro global: creo que convendría frenar la innecesaria gesticulación de Jofre Borrás, que encarna al mensajero de la Enciclopedia, y reducir un poco el perfil caricaturesco, de comicidad antigua, que Bozzo le ha marcado a Marta Millá en el rol de la esposa del filósofo: un papel desde luego exiguo y sin demasiada hondura, pero del que esta actriz puede sacar mucho mejor partido. También puede brillar más Nausicaa Bonnin como la joven Holbach, un personaje más complejo y de mayor calado, que requiere una delicada combinación de ingenuidad y malicia y que no acaba de estar en su punto. Paula Vives lleva a cabo un buen debut teatral como Angelique. A Joseph Mankiewicz, el Mankiewicz de Operación Cicerón y Mujeres en Venecia, le hubiera encantado este Libertino de Schmitt, que puede tener una larga permanencia en cartel.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.