Un imaginario bilingüe
La polémica surgida en torno a la Feria de Francfort de este año en que Cataluña es la invitada de honor, y que tanta polvareda ha levantado, se entiende bastante mejor, me parece, si la incluimos en el contexto de otro debate de mucha mayor trascendencia. Se trata de la vieja cuestión Cataluña-España, por más que en este caso intervenga Europa. Repasando la lista de artículos, comentarios y opiniones aparecidos en los Papeles sobre Francfort, un abundante material al que ha contribuido toda la prensa, observo que, en ocasiones, incluso se ha tratado de enfrentar a los escritores catalanes que escriben en castellano con los que lo hacemos en catalán. Algunos consideran que incluir en las listas a Marsé, Mendoza, Matute, los Goytisolo, Vila-Matas o Ruiz Zafón resultaría pernicioso para los Gimferrer, Porcel, Mira, Monzó, Cabré, Barbal, o Palol, puesto que la mayor repercusión de los escritores de lengua castellana ensombrecería a los catalanes, mucho menos conocidos fuera de las fronteras lingüísticas catalanas. Y hasta diría que dentro. Basta asomarse a la calle y preguntar a los transeúntes sobre qué autores deben ir a Francfort para observar que, en general, las respuestas prescinden de los escritores en lengua catalana. Así las cosas, los autores castellanos declinaron la invitación que el Instituto Ramon Llull les hizo llegar -demasiado tarde, al parecer- para dejar a los colegas de lengua catalana "todo el protagonismo".
Los poetas catalanes de los cincuenta aportan a la lírica castellana algunos rasgos significativos
¿Significa eso que los autores de lengua catalana representamos una especie de segunda división incluso en Cataluña, según unos, hasta el punto que los de lengua castellana están dispuestos a cedernos su lugar? Y al revés. Según otros, la Administración discriminó a los autores catalanes en lengua castellana desde el principio no contando con ellos y, cuando al final ha rectificado, ellos, por dignidad, han excusado su asistencia.
Para rizar más el rizo, un artículo de Bru de Sala, Discriminación negativa (La Vanguardia, 24 de enero de 2007) -que sería después aprovechado por Carod Rovira en su conferencia, El patriotisme social, motor de la construcció nacional, Barcelona, 7 de febrero de 2007, para demostrar con un nuevo dato que en España se ningunea siempre a los catalanes- señalaba que los autores que escriben en castellano fuera de Cataluña son relegados y recordaba que ninguno de ellos ha sido premiado con el Cervantes ni con el Príncipe de Asturias de las Letras, pese a que Matute o Marsé suelen figurar en las listas de las propuestas a ambos galardones. ¿Será casualidad o tendrá que ver con el rechazo de lo catalán? Al respecto, cabría añadir que, si el boicot a los libros de autores catalanes en lengua castellana no circuló en internet, como ocurrió, con los vinos y cavas, ¿fue porque en este país casi nadie lee?
Más que entrar en ese debate, me interesa señalar que, a mi juicio, la literatura castellana sería en parte distinta sin la intervención de diversos autores nacidos en Cataluña. Me pregunto, por ejemplo, si no fue capital para la europeización de las letras españolas del Renacimiento la figura del barcelonés Juan Boscán al convencer a su íntimo amigo, el toledano Garcilaso, para que escribiera versos italianizantes. Martín de Riquer, uno de los sabios catalanes, junto al padre Batllori, de mayor prestigio internacional, a quien debemos tantas atinadas interpretaciones de los clásicos castellanos y en especial de Cervantes, así lo insinúa al editar la obra boscaniana.
Estoy convencida de que el retraso con que se difundió el Romanticismo en España hubiera sido aún mayor sin la revista barcelonesa El Europeo (1823), y sin el papel jugado por el manresano López Soler. Su novela, Los bandos de Castilla o el Caballero del cisne, ofrece en el prólogo el primer manifiesto romántico español.
A finales del siglo XIX, la derro
ta del 98 trajo, entre otras, la necesidad de una mayor afirmación nacional española y a ella contribuyen, paradójicamente, dos autores catalanes: Ricardo León y Eduardo Marquina. Aunque el primero, nacido en Barcelona, prefiriera sentirse malagueño puesto que en Málaga pasó su infancia, su novela más representativa, Casta de hidalgos, no engaña acerca de su interés por recuperar un pasado más heroico que el de entonces... El otro, Eduardo Marquina, nació y se formó en Barcelona. Perteneció, antes de trasladarse a Madrid, al círculo de Rusiñol y de Casas y colaboró con ellos en la revista Pel i Ploma. Su obra más famosa En Flandes se ha puesto el sol, estrenada en Madrid en 1910, significó no sólo la revalorización del teatro poético sino también la recuperación del interés por los temas históricos nacionales. Marquina reivindica -casi cien años antes de que Pérez-Reverte inventara a Alatriste- los valores configuradores de lo que para algunos constituía la idiosincrasia nacional casticista, con la figura del capitán de los tercios de Flandes, don Diego Acuña de Carvajal. En Flandes se ha puesto el sol arrancaba ovaciones entusiastas de un público que se sentía representado en las palabras del capitán, pronunciadas al desgaire aunque dando el do de pecho de su personalidad castiza: "España y yo somos así, señora", digno colofón de sus heroicidades múltiples...
Pero es en la posguerra, a consecuencia, en parte, de la imposición del castellano como única lengua de cultura, cuando un número notable de autores que fueron niños durante la Guerra Civil, Barral, Gil de Biedma, los Goytisolo, Matute, por citar sólo a los más conocidos, escogieron como lengua de su producción literaria el castellano, aunque eso, tal y como escribe Barral, "les pudiera hacerse sentirse, en algún momento, cómplices de la guardia civil".
Debo señalar también que los autores que acabo de citar pertenecían a familias castellanoparlantes, provenientes de otras tierras y que, en consecuencia, su lengua familiar no era el catalán. En el caso de otros escritores, igualmente de la generación de los cincuenta, como Costafreda, Ferrán, Gomis o Badosa, de orígenes netamente autóctonos, la tradición literaria en la que se formaron, por un lado, y el derecho de expresarse en el idioma que mejor se adecuara a sus condiciones, por otro, les llevó a optar por el castellano.
Los poetas catalanes de los cincuenta y más concretamente los integrantes de la famosa antología de Castellet Veinte años de poesía española, pertenecientes al núcleo de la llamada Escuela de Barcelona (Barral, Gil de Biedma, Goytisolo), poetas industriales y metropolitanos, como les gustó autodenominarse, aportan a la lírica castellana algunos rasgos significativos, procedentes de la llamada poesía de la experiencia, que Langbaum preconizaba, además de una concepción de su quehacer literario mucho más cercano a una poética que pone más énfasis en el conocimiento que en la comunicación. En las memorias de Carlos Barral, Años de penitencia y Los años sin excusa, a mi modo de ver uno de los ejercicios más brillantes en su género de la segunda mitad del siglo XX, puede observarse muy bien la distancia que éste establece entre los poetas capitalinos y los periféricos, a sabiendas de que el éxito literario se obtiene pasando por Madrid. Del impacto que causa la presencia del grupo catalán entre sus colegas mesetarios dieron sobrada cuenta en su día desde Hierro a Brines, subrayando la naturalidad con que aquéllos besaban la mano a las señoras... Su origen burgués les lleva a sentir mala conciencia social y por tanto a contribuir a la poesía del realismo, de moda entonces, pero sin disfrazarse nunca con el mono de obrero, como hicieron otros poetas. Sus tics de clase -se trata de señoritos de nacimiento, como les denominó, autoincluyéndose, el que andando el tiempo sería el poeta más imitado de la última década, Gil de Biedma-, su cosmopolitismo y un hedonismo muy mediterráneo marcarán su trayectoria. ¿Habría sido distinta su poesía si hubieran nacido en otro lugar? Probablemente sí, porque distintos habrían sido su formación y su entorno. Me atrevo a insinuar que en el caso de los hermanos Goytisolo: una infancia sin madre en la Barcelona desangelada de la posguerra y el hecho de convivir con dos lenguas, acentúa desde los orígenes el desarraigo y el gusto por lo híbrido, el mestizaje que la literatura de Juan hace suyos. En la de Luis, en especial en Antagonía, la presencia del ambiente vivido es fundamental, igual que en la poesía de José Agustín, que siempre tendió puentes entre las dos culturas.
De la realidad catalana, en es
pecial de la burguesía, procede el material novelado por Ignacio Agustí en los primeros cuarenta y por Esther Tusquets a partir de los setenta o por Rosa Regàs y Nuria Amat en los noventa, aunque esta última amplíe hasta el continente americano los espacios por los que transcurren los personajes de alguna de sus novelas.
De las clases bajas y de los "chavas y charnegos", eso es de los emigrantes, tratan los relatos de Marsé y de Rabinad, ubicados en unos barrios concretos, el Carmelo y el Clot. Las novelas de ambos resultan imprescindibles para penetrar en los entresijos de la Barcelona de la posguerra y en su intrahistoria y ambos reproducen intencionadamente los catalanismos y giros específicos del castellano hablado en Cataluña.
A los emigrantes peninsulares se ha referido en sus libros Paco Candel y de la emigración procede igualmente el detective más famoso de España y parte del extranjero, Pepe Carvalho, protagonista de las novelas de Vázquez Montalbán, en las que trata también de ofrecernos una visión de la situación política española. Vázquez Montalbán fue incluido en la antología Nueve novísimos poetas españoles de José María Castellet, junto a los también catalanes Félix de Azúa y Ana María Moix, como representantes, en 1970, de una poesía nueva, en la que faltaba, sin duda, Francisco Ferrer Lerín.
A la hora de reivindicar aportaciones singulares a la literatura castellana del siglo XX es necesario mencionar a "un raro", Juan Eduardo Cirlot, interesado por la simbología y la hermenéutica, y de dos autores casi secretos, el poeta José María Fonollosa y el cuentista Esteban Padrós.
La crítica suele destacar, en el panorama de la posguerra, unos pocos libros cuya publicación implica un cambio de rumbo en el panorama literario, y en este sentido cabe citar, en 1966, Arde el mar, del escritor bilingüe Pere Gimferrer, y La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, cuya aparición abre la puerta a un tipo de literatura diferente de la que en 1975 se estaba produciendo y recupera el gusto por una novela de acción. Su posterior La ciudad de los prodigios es uno de los textos clave para enfocar, con ironía y no menos humor, rasgos característicos del resto de la producción mendociana, la realidad barcelonesa entre las dos exposiciones universales.
Entre los nombres de los escritores con un mayor reconocimiento internacional no puedo dejar de aludir a Ana María Matute, candidata al Premio Nobel, y a Enrique Vila-Matas. Pertenecientes a generaciones distintas, sus obras ofrecen propuestas muy personales. En Matute es, quizá, una mirada poética sobre una realidad dramática uno de sus rasgos relevantes. En Vila-Matas, la ruptura de géneros que le da pie a desarrollar los aspectos metaliterarios en los que se basa su producción.
Las aportaciones a la novela negra o a la literatura fantástica en castellano estaría incompleta si no se incluyera a González Ledesma y a Andreu Martín, de un lado y, de otro, a Cristina Fernández Cubas. Y si repasamos las listas de los ganadores de premios literarios -mucho más numerosos y suculentos, por su dotación, en castellano que en catalán- tendremos que engrosar la nómina de autores catalanes: Mercedes Salisachs, con una extensa producción, fue ganadora del Planeta, igual que Terenci Moix -uno de los autores más populares en Cataluña y fuera de ella, tras decidir de publicar sólo en castellano-, así como Maruja Torres. Luis Romero, Luisa Forrellad o Pedro Zarraluqui se alzaron con el Nadal, igual que la también barcelonesa Carmen Laforet, cuya novela Nada resulta imprescindible para conocer la vida de su ciudad en la inmediata posguerra, aunque su autora sólo pasara unos cuantos años en Barcelona.
Pese a no haber nacido en Ca
taluña sí viven y escriben en Barcelona desde hace años tanto los poetas Corredor Matheos y Lizano de Berceo como los novelistas Javier Tomeo, Ignacio Martínez de Pisón, Javier Cercas y Alicia Giménez Bartlett, en consecuencia, pueden ser considerados catalanes. Del mismo modo, me parece necesario citar, al menos, a otros autores, catalanes por nacimiento o por empadronamiento, consciente de que no están todos los que son, pero sí son todos los que están: Joaquín Marco, Luis Izquierdo, José María Riera de Leyva, José Luis Giménez Frontín, Javier García Sánchez, Francisco Casavella, Enrique de Hériz, Marta Echegaray, Neus Aguado, Concha García, Carmen Borja, Alberto Tugues, Ramón García Mateos, Carmen Plaza, Rosa Lentini, José Ángel Cilleruelo, José María Micó,Ramon de España, Ignacio Vidal-Folch, Marcos Ordóñez, cuyas obras contribuyen a la vitalidad de la literatura en castellano desde tierras catalanas. Una prueba más de la buena salud de la lengua castellana en Cataluña que debería servir para convencer a quienes temen por su desaparición y consideran, por ejemplo, que el apoyo institucional autonómico a la lengua catalana ha ido en detrimento del uso del castellano.
Si, como aseguraba Maurice Blanchot, los únicos libros que existen son aquellos que son leídos, no cabe ninguna duda de que los catalanes Ruiz Zafón, con La sombra del viento, e Ildefonso Falcones, con La catedral del mar, han contribuido, y de qué modo, a esa existencia. Les precedió en las tiradas millonarias, durante los años cincuenta y sesenta, el gerundense José María Gironella, hoy bastante olvidado. Sus novelas sobre la Guerra Civil, en especial Los cipreses creen en Dios y Un millón de muertos, fueron las más difundidas en la segunda mitad del siglo XX. De manera que en la creación de best sellers los autores catalanes en lengua castellana también ocupan, hoy por hoy, un lugar preeminente.
Gotas de Historia
Los 'gorkis'. Si se combina La familia de Pascual Duarte y Las ratas sustituyendo la inocencia o las escasas luces de los protagonistas por los ideales de la revolución proletaria, el lector comprenderá la grandeza de los dos grandes gorkis catalanes: Josep Puig i Ferrater (1882-1956) i Sebastià Juan Arbó (1902-1984), prosistas que mezclan la estirpe de Dostoievski y la tragedia mediterránea.
Josep Pla. La mejor prosa del siglo XX es la de Josep Pla (1897-1981). Grafómano brutal (45 volúmenes de Obra completa), escribió sobre todo y sobre nada, por el placer de escribir. Incómodo y bellísimo. Desconfiado, viajero, diletante, comodón, trabajador, preocupado por el dinero... es el paradigma de la literatura catalana. Pasen a Samuel Pepys por el chino, cuézanlo con Anthony Powell, añádanle mar y tramontana; sazonen al gusto con Montaigne.
Llorenç Villalonga (1897-1980), mallorquín señorial de la estirpe de Lampedusa. Enamorado del Siglo de las Luces y de la belleza algo árida de Mallorca. Admirador de Voltaire y de Proust, creó con sus novelas el mito de Bearn.
Aurora Bertrana. Una mina de oro: Aurora Bertrana (1899-1974). Violonchelista de café concert y de jazz band. Cruzó Europa en sidecar (y acabó en una cuneta), vivió en la Polinesia, exploró sola algún burdel de Marruecos. También escribió novelas, cuentos, relatos de viaje y unas extraordinarias memorias. Otra Freya Stark.
Supervivientes. Muchos representantes de la intelectualidad europeísta y liberal contribuyeron en Cataluña a la supervivencia digna bajo la dictadura y a un diálogo constante y abierto. Marià Manent (1898-1998), Tomàs Garcés (1901-1993) y Joan Teixidor (1913-1992) son poetas, dietaristas, traductores. En la poesía popularista de Garcés, los ensayos literarios de Manent o las pequeñas prosas escritas por Teixidor, siempre hallamos pequeñas joyas.
Mercè Rodoreda (1908-1993). Sacrificó su vida a la escritura (y a las flores). La plaça del diamant, Mirall trencat o sus Contes pertenecen a la liga de Virginia Woolf o Katherine Mansfield. Precisión por la imagen y el detalle. Jardí vora el mar, menos conocido, supera con creces El gran Gatsby. Si se la pudiese transformar en teatro, sería puro Chéjov.
Pere Calders. Habría que sumar Gómez de la Serna y Saki y rociarlos con algo de la amargura surreal de Buñuel para describir la narrativa ácida, humorística y corrosiva de Pere Calders (1912-1994), que pasó más de veinte años exiliado en México. Antaviana, con música de Jaume Sisa, marcó un hito en la recuperación de su obra.
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