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Reportaje:GASTRONOMÍA

La cocina, pasión predominante

Goethe no escribió Werther para aleccionar a los jóvenes sobre cómo tenían que suicidarse si eran víctimas de un desengaño amoroso. Ni Picasso pintó Las señoritas de Aviñón para inducir al espectador a entrar en un burdel. En cambio, el libro de Carme Ruscalleda, Cuinar per ser feliç (2001), aspira a conseguir que sus lectores se pongan ante los fogones. Según como se mire es una propuesta más exigente que las de los dos grandes artistas porque requiere la participación activa del lector para llegar a la felicidad prometida. El libro posee una alta vocación didáctica, ideal para un amplio espectro de público sin conocimientos culinarios. Otros libros, en cambio, se dirigen tendencialmente a un círculo más reducido o a profesionales del sector. Es el caso del libro de libros: el catálogo de El Bulli, en curso de edición. Sus seis gruesos tomos cubren más de veinte años de experiencia creativa, de 1983 a 2005, y son algo así como el ars magna de la culinaria de vanguardia. El conjunto es el espejo del estilo único de Ferran Adrià, que encarna la trayectoria intelectual más fascinante de la historia de la cocina. No abundan los libros que puedan situarse en ese ámbito de la investigación culinaria, pero debería estar sin duda La cocina al vacío (2003), salido de El Celler de Can Roca y firmado por Joan Roca y Salvador Brugués, un tratado que formula una técnica de cocción profundizando en su aplicación, una técnica largamente aplaudida por colegas de medio mundo.

La cocina es sabor y es técnica

(sentimento e ragione, así lo traduce un amigo, cocinero napolitano). Sabor y técnica. Nada más. Con toda la complejidad que entraña cada una de estas dos órbitas. Y sólo cuando las dos se aúnan el grado de satisfacción es excelso (y si la sabiduría del sumiller nos abre la botella acertada el placer es inconmensurable). El libro, abrumado, es un pálido reflejo perdurable de la cocina: puede trasladar la técnica pero no el sabor y para suplir tal carencia el lector necesita memoria gustativa y paladar intuitivo.

Los libros de cocina, recetarios casi siempre, fluyen en catalán al son de los avatares de la historia de la nación. Ahí está ese venerable monumento medieval compilado en tiempos de los reyes de la casa de Aragón. En realidad se trata de dos manuscritos del siglo XV: el que lleva el título conocido, el Llibre de Sent Soví (Biblioteca Universidad de Valencia), y el Llibre de totes maneres de potatges de menjar, que se completa con un breve Llibre de totes maneres de confits (Universidad de Barcelona). Los dos tratados remontan quizá a un arquetipo común de principios del siglo anterior, un ur-Sentsoví de edad parecida a la compilación francesa Le Viandier, un libro constelación como su coetáneo catalán. Los títulos citados no son los únicos supervivientes de la tratadística catalana medieval. De recién se les ha unido un viejo códice, el Llibre de aparellar de menjar (Biblioteca de Cataluña), de mediados del siglo XIV, el siglo del franciscano Francesc Eiximenis. En su enciclopedia Lo Crestià, el fraile gerundense, empedernido perfeccionista, dedica unas páginas deliciosas a pulir la manera de comportarse en la mesa: Com usar bé de beure e menjar (Universidad de Barcelona).

El broche de oro de una magnífica Edad Media llega con el Llibre de coch, impreso en Barcelona en 1520, aunque escrito en el siglo XV por un autor de quien nada sabemos, Mestre Robert, cocinero (coc) del rey Fernando de Nápoles. Este primer impreso culinario peninsular se reeditó cinco veces y su traducción al castellano, Libro de guisados, manjares y potajes intitulado Libro de cozina, conoció diez ediciones:

"Fue sacado este tractado de lengua catalana en nuestra lengua materna e vulgar castellano en la ciudad de Toledo estando en ella el Emperador don Carlos nuestro señor, donde se acabó a ocho dias del mes de julio, año de mil e quinientos e veynte e cinco, y fue enmendado en la ciudad de Logroño por el mesmo que lo hizo imprimir en Toledo, año de MDXXIX".

Pero llegó la sequía. La corte se esfumó y se hizo un silencio denso, de siglos.

Y de otra corte llegó el espléndido Arte de cozina, pasteleria, vizcocheria y conserveria (1611) de Francisco Martínez Motiño, cocinero mayor de los felipes Austrias, que se enseñoreó del barroco peninsular, y cuyo modelo indiscutible es el libro de Mestre Robert. Al Arte de cozina, como no podía ser menos, sucedió el Nuevo arte de cocina, sacado de la escuela de la experiencia económica (1745), de Juan Altamiras, un recetario más frugal y sencillo, menos suculento que el de Motiño, no sólo por su estilo conventual. Cataluña fue cuna de muchas reediciones de los dos libros, hasta que en 1770 se imprime en Girona el Nuevo arte con una "Addición" que demuestra que al lector catalán el traje o el hábito de Altamiras se le iba haciendo estrecho. Hay algunos textos catalanes de cocina frailesca, pero llegaron a la imprenta, como el recetario de fray Sever d'Olot, Llibre de l'art de quynar (Biblioteca de Peralada), atiborrados de recetas de bacalao cuaresmal, o un valioso Art de la cuina menorquín de mediados de siglo, escrito por fray Francesc Roger (Biblioteca de Cataluña).

En los albores de la Renaixença sale a la luz, humilde, más humilde que La cuisinière bourgeoise (1746), uno de sus modelos, La cuynera catalana (circa 1835). Aquí se narra por fin la cocina menestrala, o lo que es lo mismo la cocina catalana tradicional, alejada del lujo cortesano luego burgués que había impuesto por toda Europa desde el siglo XVII la gran escuadra de cocineros franceses: La Varenne, Massialot, La Chapelle, Menon, Marin y el gran Carême, ancestros de los grandes del siglo XX, empezando por Escoffier, chef de file indiscutible: Fernand Point; Dumaine, Oliver, Bocuse; Chapel, Guerard, Girardet, Robuchon; Gagnaire, Bras y Ducasse, todos claro está con una bola a los pies repleta de sus libros.

La cuynera es veinte años más joven que un precioso tratado menorquín hoy en manos privadas y en parte inédito, Manual de la cuynera menorquina. En parte, porque Pere Ballester, un sagaz letrado menorquín, dio a conocer muchas de estas recetas en un libro imprescindible y ameno: De re cibaria (1923). También es importante, aunque el resultado no sea tan afortunado, el Llibre de la cuina catalana (1931) de Ferran Agulló o el tan reeditado de Marta Sàlvia, Art de ben menjar (1923), sin olvidar el aplech de fórmules del librero Puig, La cuyna catalana (1907), que publicó bajo el seudónimo de Joseph Cunill de Bosch.

Con ellos nos situamos en los

años de un nombre clave del siglo XX, Ignasi Domènech, autor de un rosario interminable de libros de renombre: La teca (1924), La manduca (1926), Àpats (1930), aunque su primer libro importante sea La nueva cocina elegante española (1915), reeditado hasta la saciedad. Domènech sacó adelante El Gorro Blanco, una interesante revista culinaria, junto a un compañero de fatigas, Teodoro Bardají Mas, nacido en Binèfar, en la franja catalanoparlante de Aragón, y en cuyos tratados la cocina catalana tiene una considerable presencia: Índice culinario (1915) y La cocina de Ellas (1935). Los dos cocineros, de corte escoffieriano, no orientaron su vida profesional hacia el restaurante propio. Hoy sería una evidencia, entonces no lo era. Domènech se formó al lado del maestro francés y pronto dejó los pucheros por los libros, su pasión predominante. Bardají trabajó casi toda su vida como jefe de cocina de los duques del Infantado.

Después de estos dos nombres de la cocina prebélica habrá que esperar más de medio siglo para dar con la pléyade de grandes cocineros actuales, una verdadera generación de postín. En la posguerra brillaron con luz propia algunos escritores que salpicaron de humor la reflexión culinaria y la llenaron de sentido común. Josep Pla había dado muestras de su interés por la cocina sencilla y sabrosa en Llagosta i pollastre (1952) antes de dar en el clavo en su memorable El que hem menjat (1972). Su amigo Néstor Luján, maestro de gastrónomos, recopiló en dos tomos su obra más emblemática: Las recetas de Pickwick (1969) y Nuevas recetas de P. (1970). Y todavía en los años anteriores al boom mediático hay que destacar la personalidad de Manuel Vázquez Montalbán y su L'art del menjar a Catalunya (1977). Aquellos largos años de la dictadura fueron tiempos de veneración por la culinaria francesa, indiscutible entonces. Entonces y hasta hace no más de quince años.

Pero de pronto vimos que el firmamento se iba poblando de estrellas y que se agolpaban libros y más libros de cocina en las estanterías de los libreros: incluso los más reticentes a albergar el puchero en la casa de las humanidades tuvieron que dar paso a una sección culinaria. En la vorágine actual de papel impreso, asistimos al parto diario de una nueva cocina de la abuela, de la tieta, o de los niños, la nueva cocina de las sopitas, las ensaladas y las tortillas, los japos y los lapones, la cocina del sibarita y la de todo a un euro. Y en este enorme bosque, entre tanta muchedumbre, cada cocinerillo publica su librillo, con sus recetas y con sus fotos. Lo cual no es impedimento para que cada día comamos peor.

Jaume Coll es autor de libros de gastronomía, traducidos al castellano, como: El capvespre de la becada. Montagud, 2004. El Celler de Can Roca, una simfonia fantàstica, Domeny, 2006.

Ferran Adrià, en la Documenta de Kassel de 2007.
Ferran Adrià, en la Documenta de Kassel de 2007.JOAN SÁNCHEZ

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