La épica de los sueños
Al principio de El corazón de las tinieblas Marlow declara: "Tengo la sensación de estaros contando un sueño, pero inútilmente, porque ningún relato de un sueño puede transmitir la sensación del sueño, ese mezcla de absurdo, sorpresa y aturdimiento en un temblor de rebelión agónica, esa sensación de ser capturado por lo increíble que constituye la esencia de los sueños". Pese a estas palabras -o precisamente por ellas-, Joseph Conrad tal vez nunca estuvo tan cerca de conseguir un relato onírico como en El corazón de las tinieblas; en otras ocasiones -en no pocas ocasiones: quizá el caso más notorio sea Los duelistas-, Conrad también parece a punto de apresar esa mezcla de absurdo, sorpresa y aturdimiento en un temblor de rebelión agónica, pero en el último momento la deja escapar, como si en realidad no quisiera capturarla o estuviera como Marlow convencido de que no es posible capturarla, o como si temiera hacerlo. Si no me engaño, esta frustrada propensión de Conrad no es del todo infrecuente en su época, o por lo menos yo creo reconocerla en algunos narradores del cambio del siglo pasado, quienes, según observó Borges de Chesterton, parecen estar defendiéndose de ser Franz Kafka. Por el contrario, una de las ambiciones más tenaces y publicitadas de la novela del siglo XX consistió en narrar historias regidas por la lógica de los sueños; no sé si como contrapeso natural -aunque puedo imaginar que con la natural pesadumbre de Conrad-, una de las más tenaces y publicitadas ambiciones de la novela del siglo XX consistió en narrar historias de las que hubiera sido extirpado cualquier recuerdo de la épica. En El desierto de los tártaros, como en algunos de sus cuentos más logrados, Dino Buzzati propone un relato dotado de la textura exacta del sueño y del olvidado pero inconfundible sabor de la épica; ese matrimonio insólito entre dos contrapuestas ambiciones de la novela del siglo XX constituye el rasgo más singular del libro de Buzzati, y también el ingrediente contradictorio que la impregna de su encanto irresistible.
Una de las más tenaces y publicitadas ambiciones de la novela del siglo XX consistió en narrar historias de las que hubiera sido extirpado cualquier recuerdo de la épica
Aunque seamos incapaces de concebir una vergüenza que nos sobreviva, íntimamente sabemos que Kafka dice la verdad, pero hay algo en nosotros que se resiste a imaginar un mundo sin Buzzati
El desierto de los tártaros se publicó en 1940. Por entonces Buzzati contaba treinta y cuatro años y había publicado ya dos novelas, pero el éxito inmediato de ésta supuso su consagración y el inicio verdadero de una prolífica trayectoria pública en la que siempre contó con la fidelidad de los lectores y con la reticencia de un establishment literario que por lo demás Buzzati siempre observó con equitativo desapego. Me dicen que la reticencia de la clase intelectual (o al menos de la clase intelectual italiana) se ha disuelto; me dicen que, después de años o tal vez décadas de purgatorio tras su muerte, acaecida en 1972, Buzzati vuelve a ser leído y apreciado en su país; me dicen que, de todas las obras de Buzzati, El desierto de los tártaros sigue siendo la que atrae más y mejores lectores, aunque no pase de ser considerada como un clásico menor. De ser ciertos, todos estos rumores me parecerían justos, incluso la apostilla final, siempre y cuando se acepte que la categoría de clásico menor acoge a poquísimos libros, y que el clásico menor no es menos necesario que el mayor, sea cual sea éste.
El desierto de los tártaros narra una epopeya secreta. Recién nombrado oficial, Giovanni Drogo es destinado a la Fortaleza Bastiani, una remota posición militar situada en las fronteras del reino, más allá de la cual se extiende sólo un desierto árido y pedregoso, inquietado desde siempre por la amenaza siempre postergada de los tártaros que al parecer lo habitan; la Fortaleza es un desabrido laberinto de muros amarillos enclavado en medio de un paisaje forajido y abrumado por un clima inhóspito, un lugar con "un aire vago de castigo y de exilio" poblado por hombres ajenos y absurdos que parecen inmovilizados en un tiempo sin tiempo, siempre a la espera de unos tártaros que, como los bárbaros del poema de Cavafis, quizá no existan o sólo sean una invención enfermiza nacida de la irreprimible necesidad de dar sentido a su vida que aqueja a los hombres. Drogo no ha solicitado ese destino, no sabe por qué se le ha asignado ese destino, no sabe durante cuánto tiempo deberá permanecer en él y, aunque al principio trata de regresar a los placeres y seguridades de la ciudad, o al menos de que le envíen a un lugar menos ingrato, finalmente el hechizo del desierto se apodera de él y sucumbe a la enfermedad común de la espera. Sediento de gloria y de batallas, aferrado a la certidumbre ilusoria del destino heroico que le aguarda y que habrá de resarcirlo de su vida malograda en aquel lugar en que ha enterrado las alegrías y dulzuras de la juventud, Drogo espera en vano y hasta el último momento y contra toda esperanza la llegada de los tártaros, contemplando cómo la Fortaleza se convierte con el tiempo en un bastión ruinoso y olvidado y él en un viejo sin redención al que se le ha ido la vida en una espera inútil.
Al final de El corazón de las tinieblas Marlow siente que "la vida es una bufonada: esa disposición misteriosa de implacable lógica para un objetivo vano"; al final de El desierto de los tártaros Drogo siente que toda su vida se ha reducido "a una especie de broma": "Por obra de una orgullosa apuesta todo estaba perdido". Ambas frases definen con exactitud la trama moral de la novela de Buzzati. La coincidencia es llamativa, pero no sorprendente, porque hay una escondida afinidad entre la imaginación y el temperamento de Conrad y el de Buzzati (si esa afinidad está en parte escondida se debe, quizá, a que Conrad se defendió a su modo de ser Buzzati o de ingresar en un terreno en el que Buzzati se movió sin temor); más visible es la afinidad que une a Buzzati con Kafka, y a nada conviene mejor que a la obra de Kafka esa visión de la vida como una bufonada trágica. Lo sé: a diferencia de lo que ocurre con Conrad, unir el nombre de Buzzati al de Kafka es un lugar común sobre el que el propio Buzzati ironizó a menudo. "Desde que empecé a escribir, Kafka ha sido mi cruz", escribió. "No he publicado cuento, novela o comedia donde alguien no reconociese semejanzas, derivaciones, imitaciones o plagios directos del escritor bohemio. Algunos críticos denunciaban culpables analogías incluso cuando enviaba un telegrama". Pero que aludir a la semejanza entre Kafka y Buzzati sea un tópico no significa que esa semejanza no sea verdad, aunque no sea una verdad culpable sino gozosa: del estilo de Buzzati, transparente y alérgico a cualquier vanidad ornamental, podría decirse lo mismo que Hannah Arendt dijo del de Kafka ("en esta prosa la falta de amaneramiento está llevada casi al extremo de la ausencia de estilo", porque lo único que Kafka persigue es "la verdad misma" y "todo estilo distrae de la verdad por su propio atractivo"); igualmente, de la imaginación de Buzzati podría decirse que es pariente próxima de la de Kafka. De hecho, el planteamiento de El desierto de los tártaros es rigurosamente kafkiano. Kafka descubre que la espera es la condición esencial del ser humano, y por eso muchos de los relatos de Kafka no son, como El desierto de los tártaros, sino la historia de un minucioso e infinito aplazamiento: el protagonista de Ante la ley se pasa la vida esperando franquear una puerta que sólo está destinada a él, y que sin embargo nunca consigue franquear; el K. de El proceso nunca llega a ser procesado, ni siquiera a averiguar de qué se le acusa; el agrimensor de El castillo nunca es recibido en el castillo. Lo anterior salta a la vista, así que imagino que se habrá dicho muchas veces; no sé si se habrá observado tan a menudo que, pese a la palmaria similitud de sus imaginaciones, los temperamentos de Kafka y de Buzzati eran en cierto sentido opuestos, y que es precisamente esa oposición la que define la obra de Buzzati. No hay mejor forma de advertir tal disparidad que comparar el final de El proceso y el final de El desierto de los tártaros. Al final de El proceso dos hombres con levita y sombrero de copa, pálidos y corteses, van a buscar a su casa al protagonista. K. ignora quiénes son, pero -exhausto después de pasarse días y días perdido en un laberinto de covachuelas absurdas y oficinas desoladas, tratando en vano de averiguar cuál es el delito del que se le acusa- los sigue sin protestar. Los dos hombres lo llevan a una cantera y allí le clavan un cuchillo en el corazón, y antes de morir K. ve cómo aquellos dos hombres, mejilla contra mejilla, le miran morir y piensa, "como si la vergüenza debiera sobrevivirlo", que está muriendo como un perro. El final de la novela de Buzzati es el reverso exacto de éste. Porque al final de El desierto de los tártaros los tártaros llegan, pero la enfermedad, la vejez y la perfidia de un compañero de armas le impiden a Drogo satisfacer su sueño postergado de enfrentarse a ellos mientras contempla impotente cómo "los otros, que allá en la ciudad habían llevado una vida fácil y alegre", ahora llegan a la Fortaleza, "con superiores sonrisas de desprecio, para acumular su botín de gloria". Lejos del combate y de la gloria, solo y anónimo en la habitación en penumbra de una posada, Drogo siente que se acerca el fin, y comprende que ésa es la verdadera batalla, la que siempre había estado aguardando sin saberlo, "una batalla mucho más dura que la que esperaba antaño", una batalla "que podía compensar toda una vida"; entonces Drogo se incorpora un poco y se arregla un poco la guerrera, para recibir a la muerte como un hombre valiente. No hay muerte más abyecta que la de K., que muere sin saber por qué muere, observado impúdicamente por sus verdugos; no hay muerte más noble y más limpia que la de Drogo, que muere comprendiendo y asumiendo su destino, y muere a solas. El universo de Kafka, lo sabemos, es un universo sin esperanza: imposible resistirse al horror de ver en la muerte pública y atroz de K. un emblema o un espejo o una prefiguración de nuestra propia muerte; el universo de Buzzati es, en cambio, un universo esperanzado: imposible resistirse a la ilusión de que la muerte secreta y nobilísima de Drogo sea un emblema o un espejo o una prefiguración de nuestra propia muerte. Aunque seamos incapaces de concebir una vergüenza que nos sobreviva, íntimamente sabemos que Kafka dice la verdad, pero hay algo en nosotros -algo muy parecido al "temblor de rebelión agónica" del que hablaba Marlow- que se resiste a imaginar un mundo sin Buzzati.
Borges escribió que, cuando muchos nombres ilustres de nuestro tiempo hayan ingresado en el olvido, el de Buzzati permanecerá, porque su obra es perdurable. Me resisto a aceptar que los lectores de este libro no lleguen a la misma conclusión.
Dino Buzzati. El desierto de los tártaros y Los siete mensajeros (Alianza y Gadir), El gran retrato, La construcción de la torre, El secreto del bosque viejo, Un amor y La famosa invasión de Sicilia por los osos (Gadir), Sesenta relatos (Acantilado)
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