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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Hemos pasado la frontera

Juan Rull pasaba por ser un piadoso caballero: lucía un bigotito muy cuidado, vestía un traje de buen corte y su chaleco estaba cruzado por la cadena de oro del reloj. A principios del siglo XX los caballeros piadosos solían vivir de rentas, y Rull era uno de ellos. Las mamás le consideraban un joven prometedor y lo recomendaban a sus hijas porque parecía un hombre de honor. En efecto, tuvo el honor, aunque algo dudoso, de ser el primer ejecutado en la cárcel Modelo de Barcelona.

El señor Rull era confidente de la policía, e indicaba dónde iban a poner las bombas los militantes anarquistas. Como él había docenas en la llamada "ciudad de las bombas" o "la rosa de fuego", pero nuestro hombre era muy particular, porque las bombas las ponía él, para que siguiera el clima de terror y la policía no dejara de pagarle. Hizo que otros caballeros virtuosos visitaran el cementerio sin tener ninguna culpa.

Durante su pasado anarquista, siendo casi un niño, Rull había trabajado en una fábrica de vidrios en Sants. Muchos compañeros suyos eran niños del todo: entraban a trabajar a las tres de la madrugada y terminaban a las nueve de la noche siguiente. Con los cristales recién fundidos se abrasaban; había niñas que no tenían prácticamente manos.

Esta explotación salvaje, ideada por el capitalismo salvaje, había sido común en todo el siglo XIX. En Gran Bretaña, en los últimos tiempos de la reina Victoria, se anunció como un gran hecho el que las mujeres y los niños ya no trabajaran en las minas. Pero hasta entonces la madre y los hijos habían trabajado de rodillas en la misma galería.

Las industrias textiles catalanas, en especial las fábricas del Llobregat, estaban llenas de niñas de 10 años, la edad entonces normal para iniciarse en el trabajo. Los castigos físicos en las escuelas solían ser taimados y brutales, y yo mismo, muchos años más tarde, aún llegué a conocerlos. La situación de la infancia obrera inspiraba vergüenza, a veces horror y como mínimo piedad. Además, sólo creaba resentidos.

Eso provocó una reacción social que por lo menos avala la dignidad humana: la infancia empezó a ser cuidada, se la protegió, se la convirtió en una de las banderas más dignas y hermosas del mundo. La familia la consideró, con razón, su tesoro más valioso. Aún me emociona oír las viejas canciones revolucionarias de la batalla del Ebro. Me emociona Rafael Alberti prometiendo volver a pasar el río en un barquito de vela, me emociona la canción de los campesinos que iban a la batalla: "Si yo muero, mis hijos vivirán". Sus hijos han vivido.

Tanto que me temo que hemos llegado a invertir los términos, a hacer del hijo del amo, el rey y hasta el ideólogo. Se ha prohibido todo castigo en la escuela, aun el más leve, y hay maestros que viven aterrorizados ante la reacción de los padres si aplican cualquier medida. Se ha modificado el Código Civil para que ni los padres puedan corregir a los hijos. Se ha creado en torno a niños y jóvenes un mundo infinitamente mejor que el de ayer, pero que tiene un gravísimo defecto: es un mundo falso. Poca gente habla de responsabilidad, de formación humana, de creación de un camino propio. Cuántos jóvenes superprotegidos siguen en el hogar paterno pasados los 40 porque nadie les ha sugerido un destino, y cuántos son educados en el capricho desde sus días de guardería, a base de pide por esa boca. Consecuencia: hasta los gobernantes se han dado cuenta de que nuestros niños están demasiado gordos, como se ha dado cuenta ya de que nuestros adolescentes quieren estar demasiado flacos.

Creo que hemos pasado la raya, hemos pasado la frontera. Sin un cierto criterio no iremos a ninguna parte. Y lo peor es que el proceso viene de largo y nunca le hemos puesto remedio. En 1966, en los viejos tiempos de El Correo Catalán, escribí un artículo sobre este tema y lo titulé también Hemos pasado la frontera. No parece que haya servido de mucho.

Y encima me expongo a que ustedes, queridos lectores, hagan sus cálculos y me acaben llamando viejo.

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