Un bailarín en el templo del kung-fu
Sidi Larbi Cherkaoui crea su espectáculo 'Sutra' con 17 monjes guerreros de Shaolin
Un bailarín se ha colado en el sanctasanctórum del kung-fu. El coreógrafo belga Sidi Larbi Cherkaoui ensaya su nuevo espectáculo Sutra con 17 monjes budistas guerreros en el recinto del milenario templo chino Shaolin, el Camelot de las artes marciales, donde el mítico Kwai Chang Caine (David Carradine) recibió el inmortal apelativo de Pequeño Saltamontes. Hoy Shaolin es un curioso universo en el que las viejas formas y ritos coexisten en delicado equilibrio con el mundo moderno. Baste con decir que el abad del monasterio, el venerable Shi Young Xin -que por cierto no es ciego como el maestro Po de la serie Kung-fu-, ha estado en Barcelona, conoce a Samaranch y como un avezado político advierte que no contesta preguntas sobre el Tíbet, ni que sean espirituales. Sí habla de Carradine: "Ah, David, le conocí cuando vino aquí", recuerda con simpatía, sentado en la posición del loto. Paradójicamente, el templo Shaolin, el lugar con más luchadores de élite del mundo por metro cuadrado, cuenta con guardias de seguridad.
El montaje se estrena en Londres y pasará por Berlín, Aviñón, Barcelona y Madrid
Fue aquí donde el protagonista de la serie televisiva 'Kung-fu' se ejercitó
El espectáculo alude a temas relacionados con Tíbet, Birmania o Tiananmen
Hay frailes culturales y también guerreros; mejor no meterse con ninguno de ellos
El rancho es de puchero, y el visitante tiene la obligación de comérselo todo
En un local destinado a centro de meditación, a la sombra de las pagodas del legendario templo ubicado entre pinos y cipreses, los monjes que ensayan Sutra trazan sus precisos gestos y asombrosas acrobacias, envueltos en una música melancólica de piano y chelo. La combinación de la habilidad corporal casi sobrehumana de los shaolin y la belleza coreográfica de Larbi, una de las estrellas de la actual danza contemporánea, provoca una inmensa conmoción en el puñado de ocasionales espectadores esta calurosa mañana en el centro de China, al pie de las montañas Songshan, altas como colmillos. Fuerza y sensibilidad, energía y lirismo, Oriente y Occidente se combinan en Sutra en una mixtura embriagadora como un fuerte té perfumado.
Los monjes de cabeza rapada, con sus humildes vestimentas cotidianas de oración y kung-fu se introducen en las toscas cajas alargadas con forma de ataúdes que componen la escenografía. Arrojan una estremecedora imagen que sugiere la suerte de sus correligionarios birmanos y tibetanos. También Tiananmen. Y los desastres, guerras, hambrunas y terremotos que sacuden periódicamente esta tierra. La coreografía está llena de imágenes poderosas y sugerentes: movidos por los monjes hasta formar una barrera, los ataúdes devienen la Gran Muralla o acaso el muro de la Ciudad Prohibida. Luego componen un laberinto y un bosque, islas. Más tarde son barcas. Los propios monjes, evolucionando en grupo, con delicados pasos de grulla o de mantis rasgados por una violencia súbita, remiten a la Larga Marcha o a los guerreros de Xian imaginados por un Kantor asiático. Subidos a los ataúdes, inmóviles o practicando qigong, son unos estilitas o unos budas esperando la iluminación. Los ejercicios marciales habituales -series de golpes, kung-fu de hierro, figuras, saltos, luchas con espadas, palos o alabardas; "hacemos de cada dedo una daga, de cada brazo una lanza, de cada mano un hacha o una espada", decía el maestro de Caine- se disuelven en composiciones de una taciturna y sombría hermosura. Al acabar el ensayo, los monjes ríen tímidamente y juegan con un perro. Entre ellos hay dos niños. El más pequeño, Dong Dong, de 11 años, Joselito del kung-fu, tiene madera de estrella. Empezó en las artes marciales por las películas de acción -como la mayoría de los monjes-, aunque ahora encuentra la enseñanza dura, y añora a su familia. En general, a los monjes les cuesta entender la idea de conjunto de Sutra, acostumbrados a trabajar el movimiento individual.
El montaje, una maravilla, se estrena el próximo día 27 en el Sadler's Wells de Londres y posteriormente, tras pasar por Berlín y Aviñón, viajará a Barcelona como una de las joyas del Festival Grec (16, 17 y 18 de julio) y a Madrid (Festival de Otoño). "Estaba interesado en la mezcla de artes marciales y espiritualidad", explica en un descanso Larbi, que idolatra desde niño a Bruce Lee -al que tiene por misterioso y sexy- y ve el kung-fu de los saholin como una suerte de danza. Conceptualmente, señala Larbi, Sutra se refiere a la idea de territorio y a quién tiene su propiedad. Lo que desde luego introduce el tema de China y la ocupación del Tíbet. "No hablo de política directamente, pero sí con metáforas", recalca el coreógrafo. Trabajar con los monjes ha sido, gracias a las cajas, más sencillo. "He visto que compartimos un imaginario de formas y la comunicación ha resultado fluida, aunque ellos no están acostumbrados a escuchar, sino a practicar y no se ven como actores, lo dan todo siempre, no importa que no haya nadie mirándolos. Lo más difícil ha sido los momentos que no son de kung-fu: en ese terreno se sentían desconcertados".
El viaje a Shaolin, Montserrat del kung-fu en la provincia de Henan y cerca de la ciudad de Deng-feng, para ver el trabajo de Larbi, incluye la excepcional invitación a compartir la comida de los monjes en el refectorio (la Casa Fragante, antigua cocina del monasterio en la época Tang) y sus oraciones en el Daxiong Hall, el edificio más sagrado del templo, bajo tres grandes Budas dorados. La comida es de puchero, y dado que tradicionalmente procede de la caridad (y se nota) hay que acabársela. Los monjes lo recuerdan insistentemente a los invitados, aunque algunos de estos palidezcan ante el aroma fermentado del tofu (queso de soja) y se les atragante la espesa sopa de verduras. La oración también se revela un asunto arduo: es a las cinco de la mañana, hay que permanecer de pie una hora de tiniebla y ceniza fría, entre el incienso y la melopea punteada de golpes de gong y tambor, y, ay, luego toca desayuno (más tofu y sopa). El templo Shaolin es con todo un lugar portentoso, con diferentes patios, pabellones y edificios sembrados de estatuas, estelas, incensarios y relieves. Un misterioso universo de dragones, tortugas y caracteres sobre el que se alzan las barrocas acroteras de las pagodas, en cuyas vigas policromadas anidan arrendajos asiáticos y gorriones. Visitan el lugar muchos turistas chinos con profusión de cámaras y móviles, pero tan pocos occidentales (laowai, extranjeros) que la gente quiere hacerse fotos con ellos cuando ven alguno, aunque sea feo.
Fundado en el 492, Shaolin fue el lugar del nacimiento e irradiación del budismo zen. Pero sobre todo es famoso como sede de los célebres monjes guerreros cuya refinada y sutil técnica de autodefensa, según algunas fuentes, se desarrolló, precisamente, a partir de los 18 ahrat, ejercicios calisténicos para evitar que los santos hombres se anquilosaran con tanta meditación estática. A lo largo de más de mil años, los shaolin han sido héroes del pueblo chino y millones de jóvenes han soñado con devenir uno de ellos, destacar en el kung-fu y, en los últimos tiempos, convertirse en estrella de películas del género como el astro Jet Li cuya Shaolin Temple (1981) ha despertado muchas vocaciones. Para los amantes de las artes marciales los shaolin son el acabose. La comunidad distingue entre monjes guerreros (wu seng) -varios de los cuales han emigrado o desertado para abrir academias de kung-fu por todo el mundo (uno incluso fue instructor de las fuerzas especiales húngaras)- y monjes culturales (wen seng). En principio, parece fácil distinguirlos porque los segundos son como más fondones, pero lo mejor es no buscar pelea con ninguno ("Qué es la cobardía sino la sabiduría que te dice que tu cuerpo es débil, Pequeño Saltamontes"). La enseñanza del kung-fu, que se practica en la academia del templo (la única con el sello de autenticidad) y en las muchas otras privadas que proliferan en la zona, se ha convertido en la principal actividad de los monjes. Hoy, Shaolin es toda una franquicia y el monasterio, que ha registrado legalmente la marca, se encuentra sumergido en un debate sobre cómo compaginar el turismo, la enseñanza masificada, la dimensión deportiva del kung-fu y las giras internacionales con la pureza original y la espiritualidad. Los shaolin -unos 400 en el templo- son la punta de una pirámide cuya base son millares de alumnos (unos 40.000) que practican tenazmente y a los que se puede ver en disciplinadas masas, verdaderas legiones, en los amplios campos de entreno y explanadas alrededor del templo y en Dengfeng. En la academia de kung-fu de los monjes ingresan hasta niños de tres y cuatro años. Fue conmovedor ver en los espartanos dormitorios que les están destinados peluches y biberones. Incluso los pequeñitos son sometidos a una disciplina marcial. Afortunadamente, al visitante, para salir, no le exigen ser capaz de arrebatar el guijarro de la mano del maestro...
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