El pringue nunca duerme
Me he aburrido lo mío esta semana en Barcelona. Digámoslo claro: me he hundido en el pringue. El pringue suscita dos preguntas inmediatas, entre cabeceo y cabeceo: a) "¿Qué hago yo aquí?" y b) "¿Por qué me están contando esto?". El pringue es un jarabe gris, aunque nos lo suelen pintar de bonitos colores. El pringue, hoy día, suele estar muy bien servido. Es difícil toparse, como antes, con un espectáculo suculentamente atroz. No me quejaré por el avance, pero era más fácil quitarse de encima al bicho. El papirotazo permitía descargar una cierta energía, y trazaba el animalito en el aire unos volatines de mucho efecto. La asfixia por pringue es más lenta y dolorosa. Porque incluso genera culpa, que tiene narices el asunto. Te estás ahogando en el jarabe y encima sufres por el autor, tan cargado de buenas intenciones, y por los actores, tan desperdiciados, y por el director, y por la oportunidad y la noche perdidas. En el teatro que sólo hay dos fluidos posibles: río y pringue. Ríos que te arrastran y aguas pantanosas, porque "movedizas" es un adjetivo incierto. En el río de la comedia te conviertes, sin pretenderlo, en un maestro instantáneo de natación sincronizada: el autor y los actores están nadando por ti, y te llevan de la manita. No es un río impepinablemente claro ni tranquilo: en las mejores comedias siempre hay un tiburón con los dientes afilados, girando en círculos junto al cofre del tesoro. Ejemplo paradigmático: Germanes, de Carol López, que sigue arrasando en la Villarroel. El río del drama te conduce, por rápidos y meandros inesperados, a un pozo secreto pero que reconoces tan pronto se abre bajo tus pies. Para no apearnos del balance de temporada: Après moi, le déluge, de Lluïsa Cunillé (Lliure), que el 29 llega al Valle-Inclán, y Soterrani, de Benet i Jornet, que ha desbordado la Beckett. También hemos sido arrastrados por una voz de muchas aguas, o un río de innúmeros afluentes, 2666, de Bolaño/Rigola/Ley, o por la corriente abisal de Coral Romput, de Estellés, abierta en roca pura por Joan Ollé, quien, lo que son las cosas, nos sumergió el pescuezo en el pringue más academicista que imaginarse pueda con Yvonne, princesa de Borgoña, de Gombrowicz. ¡Ah, oh! ¡Nadie se libra de los tentáculos de la bestia!
Dia de partit (traduzco: "Día de partido"), de David Plana (Lliure again), ha sido el primer pringue inequívoco de esta semana. En 1997, David Plana entró por la puerta grande de la "nueva dramaturgia catalana", un alegre batallón con excesivas bajas, llevando en sus tiernas manitas el agridulce cáliz de Mala Sang. En 2000 revalidó jugada con La dona incompleta, una intriga onírica a lo John Franklin Bardin, y uno de los montajes más imaginativos de Sergi Belbel. Luego, al parecer, fue absorbido por el pringue televisivo, que tantos estragos ha causado en las almas jóvenes (y no tan jóvenes). Decir que Dia de partit tiene "técnica" es como salir de un musical alabando el mobiliario. La primera escena, descarada pero gozosamente mametiana, te hace salivar: el encuentro fortuito, en vísperas de un Barça-Madrid, entre Fredy, un chorizo muy bien dibujado que acaba de salir del maco, y Ventura, un político sombrón y caído en desgracia. El macguffin es un par de entradas para el palco presidencial, que permitirán a uno escapar de la miseria y al otro congraciarse con sus pares. Julio Manrique y Joan Carreras bordan sus respectivos personajes. También están de perlas Chantal Aimée (Maite, la esposa de Ventura), Félix Pons (Pujades, el antiguo jefazo del caído) y María Molins (Rita, la compañera de Fredy), si no fuera porque a) la primera es un mero cuelgue sexual del segundo, b) el segundo es un cliché ambulante y c) la tercera diríase exclusivamente concebida para que Fredy haga alguna pausa. No parece buen negocio que la rotunda mediocridad política (catalana en este caso, aunque cabe extenderla) genere mediocridad teatral: lo mismo le sucedió, esta misma temporada, a Xavier Albertí con Assajant Pitarra, una desbravada parodia de la parodia cotidiana (y otro ejemplo punible de cómo malgastar un elenco más que notable). A mitad de Dia de partit, el desinterés de Plana por su trama se vuelve especularmente contagioso: pringue habemus. Se trata, entonces, de rematarla cuanto antes con un inverosímil giro trágico, algo así como la respuesta blaugrana a Historia del Zoo, que ni el dramaturgo más bisoño se atrevería a proponer. Ni, desde luego, debería aceptar el promotor de un teatro público dispuesto a mantener la altura del listón.
Al otro lado de la ciudad, en el TNC, he visto Lo que pasó cuando Nora dejó a su marido, de Elfriede Jelinek, dirigida por Carme Portaceli. Me habían dicho que era "vivaz y profunda" y me encontré con una mixtura mil veces vista del peor Brecht, el peor Dürrenmatt y el peor Fassbinder, que emplea dos horas (sin intermedio, para variar) en revelarnos que Nora era una niña mimada, que los capitalistas son unas malas bestias, que los obreros tampoco son unos santos y que el mundo es un lugar poco amable. Dicho de otra manera: es como si te dispusieras a ver una obra de Von Horvath (Fe, esperanza y caridad, por ejemplo) y te cascaran Tout va bien de Godard. Se salvan del tediosísimo pringue la poderosa banda liderada por el saxo Dani Nel.lo, y una pareja de intérpretes que echan toda la carne en el asador: Lluïsa Castells, brillante, versátil, emotiva y con la verdad a flor de piel, y Manel Barceló, un veterano de rotunda autoridad, que ya nos había deslumbrado en el género musical (All Gershwin, Los piratas de Penzance) y en monólogos del calibre de La tigresa y Shylock, pero que últimamente, ignoro la razón, se prodiga poco en nuestros escenarios. Cuando ellos dos están en la pasarela imantan la atención, pese a la pobreza del texto. El resto del reparto tiene poquísima tela que cortar y, digámoslo finamente, sus tijeras no lucen el mismo filo. Salí del sermón de la señora Jelinek con una sola certeza: me muero de ganas de ver a Lluïsa Castells y a Manel Barceló en cometidos que estén realmente a su altura. -
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