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Céline y Celan

Encontramos en las obras de Louis-Ferdinand Céline algo especial, quizá único, una representación de la humanidad vista a través de una mirada despiadada y desde luego desesperanzada. Allí la unión de desgarro y de humor resulta tan eficaz artísticamente que uno tiende a creer que verdaderamente las personas y la vida son así, una cabronada sin vuelta. Que la vida es un vómito y que la literatura debe estetizar la bilis. Que escribiese panfletos de retórica xenófoba antijudía es en su caso una consecuencia natural, el crimen y el genocidio es el destino lógico para esos seres de sus libros que casi no son humanos, no otra cosa que cuerpos sin dueño. Al final del asco, el matadero es el destino natural y legítimo para los que ha reducido a reses.

Lo que importa es el resultado artístico. El autor debe cumplir con la ética del artista

Pero puede que nuestra lectura de la obra celiniana, tan apreciativa, sea una completa equivocación. Tendemos a leerla a la sombra del existencialismo y encontramos ecos graves en las anécdotas de sus personajes, pero puede que se trate simplemente de literatura picaresca, que Céline sea un narrador naturalista con una mirada peculiar, y que sólo cuente lo que conoce con el cinismo del pícaro. A lo mejor nos ofuscan los malabares intelectuales del mundo intelectual parisino, un mundo confundidor donde se encuentran revueltos talentos brillantes con imposturas vacías y donde se enredan poses éticas con categorías intelectuales y artísticas; un mundo que es especialmente confuso alrededor de la ocupación alemana, permitiendo así que figuras que no movieron un dedo contra los ocupantes apareciesen luego como antifascistas y superizquierdistas, o que colaboradores del régimen de Vichy fuesen luego patricios del socialismo francés.

Hay en ese mundo intelectual una cierta necesidad de justificarse filosófica y éticamente o de justificar la obra, o de iluminar u oscurecer la obra con la vida. En el caso de Céline la sombra de sus actos, sus escritos ignominiosos contra los judíos, cae sobre su obra literaria.

Una parte significativa de la obra de Paul Celan, escritor judío en alemán que sobrevivió a un campo de exterminio, parece querer conmemorar a los que fueron extinguidos, condenados a una nada. Poemas suyos son una oración, y la obra posterior al campo fue un duelo por sus muertos y por sí mismo. Vivió una vida marcada, y su suicidio pareció casi inevitable, todo estaba ya contenido en su obra. Parece un antagonista literario de Céline, pero es un caso literario semejante, su obra llega a nosotros fatalmente unida a su destino personal y hoy nos resulta muy difícil separarlos; leemos el texto, sus versos, recordando su vida. Su vida y su muerte condicionan, quizá contaminan, eltexto, aunque en el caso de Celan de un modo literariamente legítimo, pues vida y obra se hicieron una sola cosa.

La relación entre un autor y su obra es compleja y confusa, importa para conocer todas las implicaciones del texto que leemos, pues la obra de un autor contiene su cosmovisión, su vida y su destino. Las semejanzas o correspondencias entre vida y obra reflejan un todo vivencial subterráneo, pero al tiempo el conocimiento de las circunstancias y la naturaleza de esa vida nos distrae y nos confunde. Del mismo modo que el autor puede sentir la necesidad de guardar su vida personal, también quien lee tiene derecho a leer el texto en sí mismo, sin más. Así leemos una saga, la Odisea y casi la obra de Shakespeare, textos sin la sombra de la biografía de un autor, y sin embargo su lectura tiene sentido, quién sabe si más pleno que la de la obra de un autor o autora conocidos.

Pero desde el siglo XIX ha habido interferencias entre autor y obra que condicionan la lectura y su valoración artística con groseras consecuencias. Saber que Lorca era homosexual y de izquierdas ayuda a extraer más ecos de sus versos pero ¿merece aún más nuestra valoración por ello? ¿Miguel Hernández, Machado? Pla pasó de ser periodista conservador a artista e intelectual acomodado a la situación tras la guerra, ¿obviaremos su Quadern gris?

Cuando, hace un par de años, Günter Grass "peló su cebolla" y confesó que de adolescente se alistó en las SS, planteó con patetismo ese tema de la vida de artista y la obra. Nos recordó a través de un sicodrama que la obra literaria es una confesión y el escritor un patético confesante, y lo hizo del modo legítimo y que le es propio al escritor, haciendo su trabajo literario, cavando en sí mismo.

También nos ofreció su idea de cómo relacionarse el escritor y la colectividad, sea la colectividad de lectores o la colectividad nacional a la que cree pertenecer. Según él, quien publica contrae una responsabilidad pública, y la sociedad tiene derecho a conocer los posicionamientos vitales esenciales del autor en la medida en que su obra es atendida, en la medida en que es una figura pública.

Publicó la autoinvestigación de su vida porque haber publicado literatura lo había transformado en figura pública.

Creo que ese gesto resultó incomprensible en España, con una cultura social fundada sobre la moral católica y que no exige coherencia a un autor: aquí más bien se le pide complicidad, lo leemos si es "de los nuestros". Pero una obra literaria no es mejor o peor por las ideas o los actos de su autor, la personalidad y las vicisitudes del artista no justifican ni enriquecen el texto.

Lo que importa es el resultado artístico. El autor debe cumplir únicamente con la ética del artista, lo que haga el ciudadano es otro asunto y se debe juzgar con arreglo a otra ética.

Esto viene a cuento porque días atrás se le entregaba el galardón del Premio Cervantes al poeta en lengua castellana Juan Gelman, un autor de versos que bien lo merecen, y lo que protagonizó la información no fueron sus versos, sino casi totalmente algunas circunstancias de su vida personal. Seguramente es imposible que unos versos sean material para ocupar amplio espacio en los medios, pero eso era lo que importaba en ese caso.

Un escritor es alguien que ha vivido, hizo cosas y le ocurrieron cosas; ni lo que hizo ni lo que le ocurrió debiera invadir el espacio de la literatura, porque la ahoga. A no ser que el autor decida, como Grass, "pelar su cebolla" en literatura confesional.

Suso de Toro es escritor.

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