ARDORES
Y mi voz, qué madura
Y mi voz quemadura
Y mi bosque madura
Y mi voz quema dura
Xavier Villaurrutia,
Nocturno en que nada se oye
Sin apagar su cigarro, Jorge tomó las manos de Paola y recorrió su cuerpo con miradas divertidas y hechiceras. Levantó luego el cabello para inspeccionar con el olfato el territorio de la nuca y le pidió que no hablara, que por favor desabotonara su camisa. Ella se dejaba embriagar por el humo del cigarro dentro del automóvil. Lo habían estacionado justo atrás de la escuela, en el terreno baldío que en época de clases albergaba docenas de parejas durante los recreos. Pero ahora, a finales de junio, no había nadie y el estacionamiento estaba silencioso, al punto que Paola, quien conocía muy bien aquel lugar, se sentía intimidada. Trató de encender la radio -a veces una canción basta para calmar el nerviosismo del primer encuentro- pero Jorge la detuvo secamente, sin palabras, señalando con su dedo los botones de la falda que ella aún llevaba puesta. Y Paola obedeció contenta, casi triunfal, porque recordaba al Jorge de hacía sólo seis semanas, arrogante, sentado como siempre en la escalera del gimnasio, enchufado a su iPod, al Jorge que volteaba la cara cada vez que ella lo saludaba de lejos o pretendía dirigirle la palabra.
¿CÓMO IBA A ADIVINAR QUE JUSTAMENTE HOY, EL DÍA DEL EXAMEN DE QUÍMICA, EL CHICO MÁS CODICIADO DE TODA LA PREPARATORIA LE PEDIRÍA QUE SUBIERA A SU AUTOMÓVIL?
Ahora era mejor que él no la mirara fijamente, para que no reparara en los artificios del maquillaje, en el toque de polvo sobre la frente para ocultar el acné ni en las sombras magenta alrededor de los ojos que, pensaba ella, le daban una apariencia más madura, como de dieciocho años. Si por lo menos la hubiera invitado a salir un domingo, se habría puesto una minifalda negra, tal vez aquel vestido verde que le escotaba los hombros. ¿Cómo iba a adivinar que justamente hoy, el día del examen de química, el chico más codiciado de toda la preparatoria le pediría que subiera a su automóvil? Y ella, ¿cómo hubiera podido negarse, pedirle que por favor la próxima vez le avisara con tiempo, responder que el examen era más importante?
De haberlo hecho, Paola hubiera perdido su única oportunidad en todo el año, los diez meses que llevaba esperando, los recreos en que rechazaba las propuestas de Rodrigo o Jacinto, el de los besos cachondos, para mirar a Jorge refunfuñar en su escalera, donde no hablaba con nadie, donde escuchaba su iPod y se entretenía quemando con un cigarro las mangas de su chaqueta de piel.
No, ahora la física valía madres, ahora lo único que contaba era que el maquillaje resistiera al calor que estaba haciendo dentro del coche, lo único importante era Jorge descubriendo sus caderas y la embriaguez del cigarro; las manos largas y finas que le acariciaban la espalda y rociaban de vez en cuando un poco de ceniza en esas piernas tan blancas.
Él preguntó si el calor le parecía excitante y ella asintió con la cabeza, dejando que le tocara la espalda con la brasa del cigarro, pero sin apoyar mucho, y Jorge empezó a quemarla, depositando un beso sobre la piel lastimada, un beso húmedo, retardado, pero nunca suficientemente largo. Mientras, Paola emitía gemidos estudiados, cuidando de que su voz fuera sensual y ronca. Conforme los besos y las quemaduras se acercaban a los senos, se preguntaba si él era precavido o si habría que insistir como con Jacinto para que usara el preservativo que ella llevaba siempre en la mochila. Seguro que Jorge tenía muchísima experiencia. Lo veía en sus ojos encendidos como la brasa que ahora ponía sobre sus pezones, cada vez con más fuerza, de manera que resultaba imposible controlar los gemidos. Con palabras cariñosas y apremiantes, le pidió que aguantara sólo un poco, el tiempo de terminar ese último cigarro, y, al escucharlo, ella sintió la humedad de aquel verano descendiendo por su vientre hasta su entrepierna, mientras se decía que en unos segundos todo iba a culminar en un abrazo estrecho, en el olor de Jorge envolviéndola por completo. Varias veces estuvo a punto de gritar, de pedirle que suspendiera todo, pero se contuvo pensando que de todas formas no podía regresar a la escuela y dejar que el asunto quedara en unos cuantos besos. Por otro lado, el amor con quemaduras era una experiencia nueva, nada que ver con las caricias de Jacinto, al que había que enseñarle lo básico, decirle que le lamiera las piernas y regañarlo porque el muy niñato no se atrevía a tocarle el sexo.
No había duda de que Jorge era un experto y ella una chingona porque después de tantos esfuerzos se lo iba a echar al plato, aunque ahora le costara tanto apoyar la espalda adolorida en el asiento. Finalmente, un poco de pomada lo haría todo pasajero, todo, menos el orgullo de haber seducido a ese portento que ahora sí le iba a hablar en la escuela, enfrente de aquellas que alguna vez se habían atrevido a desafiarla.
Sentía que el deseo de Jorge era profundo y verdadero. Se notaba en sus besos arrebatados, en la cercanía de su cuerpo y en la forma en que gozaba con el ritual del fuego, como si quisiera postergar el placer todo lo posible, hasta el último momento, y fue esa certeza la que le permitió continuar un poco más y soportar el ritmo pausado de esas caricias ardientes. Tenía los ojos empapados cuando él le apagó de golpe el último cigarro en el ombligo. El dolor le impedía hablar, así que se apresuró a sacar el condón de su mochila para no perder más tiempo. Sin embargo, él no pareció darse por aludido. Con sus dedos largos y nerviosos, abrió la ventana para refrescar el ambiente. Acto seguido, le recomendó que se vistiera y, encendiendo otro cigarro, la echó, sin ninguna explicación, de su automóvil.
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