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OPINIÓN
Columna
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El susto

Juan Cruz

Los hombres de la generación del Rey, y de Adolfo Suárez, adquirieron de chicos la costumbre de escribir sus propósitos de vida en un papel.

En el caso de estos dos personajes de la historia española del último medio siglo, el papel era un folio que se encontraron perdido en algún rincón del Gobierno civil de Segovia, donde fungía como poncio el que sería presidente del Gobierno.

Suárez y el Rey tenían muy buena relación; eran amigos, y confidentes. Suárez era un hombre muy fiable. Durante años, cuando dirigió la televisión española, hizo dos grandes servicios a la patria, entre otros: permitió que Sancho Gracia hiciera Curro Jiménez y puso a callar a Alfredo Sánchez Bella, que fue ministro de Información y Turismo.

Lo de Sancho Gracia ya se sabe; quizá no se sabe tanto lo de Sánchez Bella. Para los que no conocieran al facundo ministro de Franco, este hombre era pintoresco y pinturero. En Tenerife, por ejemplo, Sánchez Bella propuso financiar la playa de Las Teresitas con el alquiler de los parasoles.

Eso fue cuando una visita de don Juan Carlos siendo príncipe; y allí no estaba Adolfo Suárez sólo para decir cómo tendrían que cubrir las cámaras aquella visita. Estaba para que Sánchez Bella no se desmandara (ante los micrófonos).

Los periodistas vimos cómo se aseguraba Suárez de que estuvieran desconectados los micrófonos cuando el ministro lanzaba sus incunables, ante la mirada distraída (gracias, Juan Cueto, por esta impagable metáfora) del príncipe que luego sería Rey.

Era un servicio al príncipe, y de ello hablarían en Segovia, cuando don Juan Carlos, aún a la espera de que Franco dejara este mundo, se puso a redactar el papel del futuro. Suárez se había olvidado de ese papel que hicieron juntos; ahí el futuro monarca desgranaba los propósitos de su papel como motor del cambio en España, y le fue recitando el contenido al joven político. Años después, cuando ya don Juan Carlos había echado a Arias Navarro ("un desastre sin paliativos"), Suárez fue a palacio a que el Rey le dijera qué quería de él. Don Juan Carlos le hizo esperar, dándole la impresión de que estaba solo en un salón grandísimo. Hasta que el Rey saltó desde detrás de una mampara; sólo la carcajada real alivió el susto de Suárez.

De esas cosas habrían hablado si la luz no se hubiera ido de la memoria del hombre que guardaba el secreto del papel del que él era protagonista. -

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