A ver quién pilla la momia
Henry Salt y Bernardino Drovetti fueron diplomáticos y coleccionistas, además de rivales
en conseguir antigüedades faraónicas en los albores de la egiptología en el siglo XIXEn el largo sueño de las momias es frecuente una pesadilla: entreabren un párpado decrépito y amojamado y ven irrumpir en su refugio milenario a Salt, Drovetti y sus cuadrillas de pillaje, armadas de palancas, arietes, hachas y hasta pólvora.
Henry Salt y Bernardino Drovetti, cónsules generales respectivamente de Gran Bretaña y Francia en el Egipto de la primera mitad del siglo XIX, se enfrentaron en una increíble y destructora carrera para hacerse con las antigüedades del país del Nilo. Ningún objeto ni monumento estaban a salvo de su codicia, ni las estatuas, ni los sarcófagos, ni siquiera los obeliscos. Desmontaron templos, destrozaron tumbas, arrancaron relieves y pinturas, trocearon papiros. Atropellaron, desnudaron, despedazaron o deportaron a miles de pobres momias con las que no cabe sino sentirse solidario.
En la pugna, Salt logró un puntazo al fichar a Belzoni, ex forzudo de feria al que no arredraban los tamaños. De haber podido, se habría llevado las pirámides
Los agentes de ambos individuos recorrían arriba y abajo la vieja tierra de los faraones en una dura pugna sin escrúpulos por hacerse antes con los tesoros dejados por los antiguos egipcios. Tesoros que pasaron a engrosar las colecciones de los dos diplomáticos y a surtir, para pingüe beneficio de éstos, un incipiente mercado internacional de antigüedades. Muchas piezas recalaron finalmente en los grandes museos europeos: el Louvre, el British Museum, el Museo de Turín. Ávidos de riquezas, Salt, Drovetti y los empleados de ambos, como el gran Belzoni, el gigante aventurero a sueldo del británico, se abrían paso entre las momias, que al pisarlas o zarandearlas para hacerles soltar sus preciados amuletos se rompían en pedazos levantando nubes de polvo cadavérico que "penetra en los pulmones y los irrita".
Tras años de disputas que incluyeron incontables episodios de maquinaciones, ardides, trapicheos, zancadillas, y hasta tiros, los prepotentes cónsules acordaron ¡repartirse Egipto!: las antigüedades de la orilla occidental del Nilo para Salt, las de la otra, para Drovetti. La línea de demarcación pasaba en algún caso por el centro de los templos. La competición, que incluyó destrozar obras para que no las consiguiera el rival, a veces rozaba la farsa. En una ocasión, los hombres de Drovetti trataron de hacerse con un obelisco de Philae, asegurando a los crédulos locales que los jeroglíficos grabados en el monumento declaraban que era de los antepasados del piamontés.
Salt y Drovetti, elegantes, refinados bribones, representan la época dorada del pillaje de antigüedades (en la que tanto se perdió: la mayor destrucción a la que el valle del Nilo haya asistido jamás, como recalca el egiptólogo Nicholas Reeves; ¡gracias a Isis no encontraron entonces la tumba de Tutankamón!). Encabezaban nuestros dos diplomáticos una pequeña horda de coleccionistas, anticuarios, cazadores de tesoros y simples ladrones que, en una orgía de saqueo, depredaron Egipto con libertad, vanidad y avaricia asombrosas, imbricándose sin embargo, irremediablemente, con la naciente egiptología. No hay que olvidar que Champollion aprendió a descifrar los jeroglíficos estudiando los objetos de la rapiña.
Tanto Salt como Drovetti, que recibieron instrucciones para suministrar antigüedades a sus respectivos países, eran tipos muy interesantes, acuñados en una época sensacional de peligro, intriga, viajes y aventura. Se vigilaban mutuamente, pero la rivalidad no dejaba de tener un matiz de respeto mutuo. Hasta en alguna ocasión viajaron de excavaciones juntos y Drovetti llegó a invitar a Salt a sorbetes y limonada.
Bernardino Drovetti (1776-1852), nacido en Barbania (Turín), entró al servicio de la Francia revolucionaria en 1796 como soldado, participó en las campañas de Italia, fue comandante del I Regimiento de Húsares Piamonteses (toujours l'hussard!), jefe de Estado Mayor y juez militar. Drovetti recaló en 1802 en Egipto, en la estela de la fracasada expedición de Bonaparte. Su buena relación con el pachá Mehemet Alí, gobernador y modernizador de Egipto, le permitió gozar de gran influencia y facilitó su labor de recolección de antigüedades. Drovetti ocupó el cargo de cónsul de Francia durante dos largos periodos. En el ínterin permaneció en Egipto sin dejar de dedicarse a la política, a la exploración y a las excavaciones (descubrió la hoy perdida tumba del general Djehuty en Saqqara, cuya momia, se dice, estaba recubierta de oro). Resulta curioso que además de obras faraónicas coleccionara algo tan distinto como ¡plumas de ave!
Hombre impulsivo, de una apariencia "magníficamente estremecedora", como dice Brian Fagan en El saqueo del Nilo (Crítica, 2005), Drovetti no era un tipo fácil y se le tenía (especialmente Salt) por traicionero. Pese a su devoción a Francia, vendió sus colecciones al mejor postor. Murió loco en el manicomio de Turín.
El británico Henry Salt (Lichfield, 1780-Desouk, cerca de Alejandría, 1827), se formó como artista. En calidad de secretario y dibujante del vizconde Valentia acompañó a este en sus viajes y recorrió la peligrosa Abisinia. Nombrado cónsul general británico en Egipto (lo fue de 1815 hasta su muerte), investigó, excavó y coleccionó, adquiriendo y vendiendo antigüedades a gran escala. Su aire respetable y circunspecto -en contraste con las románticas patillas de Drovetti y el carácter sanguíneo del piamontés- no debe confundirnos; una reciente biografía (Henry Salt, artist, traveller, diplomat, egyptologist, de Deborah Manley y Peta Rée, Libri, 2001) revela que tenía una agitada vida secreta: dejó embarazada a una esclava jovencita y se llevó a Egipto a una guapa muchacha italiana de 17 años que iba a casarse con un mercader austriaco. Pero no fue muy feliz: su mujer y su hija murieron prematuramente. Vivía con lujo, rodeado de criados, un camello y dos jenízaros. Empezó a coleccionar antigüedades porque se aburría por la falta de vida social en Egipto y como una forma de conseguir dinero para asegurarse el retiro en Inglaterra.
En la competencia por las antigüedades, Drovetti tenía la ventaja de los años de experiencia en Egipto y su red de amistades entre los jefes de aldea, pero Salt logró un puntazo al fichar a Belzoni, un conseguidor de aúpa, al que como viejo forzudo de feria no arredraban tamaños, pesos, cimitarras ni maldiciones. De haber podido, se habría llevado las pirámides. Gracias a él, Salt consiguió maravillas.
Por una jugarreta del destino, la memoria de los dos viejos antagonistas volvió a unirse en un robo: cuando en 1830 los revolucionarios irrumpieron en el Louvre, la turba saqueó las salas y sustrajo buena cantidad de material perteneciente a las colecciones de los dos elegantes expoliadores rivales. Una pequeña venganza de las momias.
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