Zapatos nuevos
El Economato Militar de Granada abría sus puertas grandes y mestizas, por su piel de edificio oficial con sangre de grandes almacenes, en la calle Tablas. Cada vez que llegaba septiembre, con las nubes y las puertas del colegio esperando a la vuelta de la esquina, mi madre pronunciaba el verbo equipar y llevaba a sus seis hijos al Economato para comprar pantalones, jerséis y zapatos, a ser posible iguales, porque era costumbre heredada de mi abuela iniciar el otoño infantil con un aire inconfundible de familia unida y decente. Para las familias del glorioso ejército español, no era despreciable la ayuda del Economato Militar. El franquismo había concedido a los uniformes mucho protagonismo social y sueldos más bien humildes, que obligaban al quiero y no puedo, sobre todo cuando se trataba de una familia numerosa. Los historiadores deberían comparar los sueldos de los militares que oprimían España con los ingresos de la burguesía empresarial que, animada por las exigencias del mercado, conspiraba ya, después de años de lealtad al Régimen, en favor de la democracia. Aprenderíamos mucho de las verdaderas causas de la Transición y de las contradicciones que se dan en nuestro ancho y ajeno mundo.
Siempre me acuerdo por estas fechas de los zapatos Gorila, de las libretas cuadriculadas, de los plásticos para forrar los libros del colegio y de la amabilidad del subteniente responsable de que todos saliésemos contentos y equipados del Economato Militar. Pero este mes de septiembre se me ha acentuado el recuerdo al conocer la propuesta del Ministerio de Defensa de crear ludotecas para los hijos de sus profesionales. Como hijo de militar, me acostumbré a llevar recetas a la Farmacia Militar, a que me escayolaran los huesos rotos en el Hospital Militar, a bañarme en la piscina de un club militar y a conocer ciudades hermosas, cuando surgía la extraña oportunidad de hacer un poco de turismo, desde la ventana de una Residencia Militar. Pero mi carácter se fue haciendo en una pandilla de niños medio salvajes, dueños de un barrio a medio construir, junto a la estación del tranvía de la Sierra y a las orillas del río Genil. La verdad es que le agradezco a mi padre que no alquilara una de las casas para militares que se hacían al lado de los cuarteles.
La propuesta de la ludoteca para hijos de militares es propia de un Gobierno profesionalizado en propuestas que se sirven como zapatos nuevos en el mostrador de los medios de comunicación. Es llamativa, hace su papel en una democracia de consumo, pero mis recuerdos infantiles me invitan a defender una pronunciación distinta del verbo equipar. A la hora de conciliar el trabajo doméstico y el profesional prefiero una red de guarderías, ludotecas y bibliotecas públicas, que pueda atender por igual a los hijos de todos los ciudadanos y las ciudadanas. El reparto gremial de los servicios sólo sirve para acentuar la debilidad del sistema estatal de amparos públicos, indispensable en la consolidación de una verdadera experiencia democrática. Los hijos de militares educados sólo entre militares son tan incómodos como los hijos de católicos educados sólo entre católicos.
Me gustaría creer que el peligro de un gobierno de propuestas es que olvida las políticas coherentes a largo plazo. Pero no creo que esto ocurra, porque las propuestas llamativas y fragmentarias facilitan la inercia a largo plazo de una realidad que se convierte en política. Estoy convencido de que el grave recorte público a la financiación municipal va a devolverle protagonismo a la especulación urbanística. Estoy convencido de que la política demagógica del ministro de Trabajo y su ofensiva contra los trabajadores extranjeros sólo servirá para agravar la miseria de una nueva esclavitud en manos de empresarios sin conciencia. Son maneras reaccionarias de pensar la crisis.
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