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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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"¡Vaya momento que nos tocó vivir!"

Ahí están como cada mañana, esperando ansiosas a que alguien entre a su tienda y compre al menos una pieza de esa colección que les tomó tanto tiempo diseñar: alguna falda de formas asimétricas, un abrigo de lana con interesantes volúmenes o un vestido de pliegues que se modifica al andar. Pasan las horas. Ordenan la ropa, visten al maniquí del aparador, hacen cuentas sobre el mostrador y se asustan. En este mes tampoco habrá ganancias. Entra una chica, mira la ropa y se va. Entra otra. Lo mismo.

Gemma Tillé y Sonia López, jóvenes diseñadoras, se graduaron en 2006 en el Instituto Europeo del Diseño (IED) y la Escuela Superior de Diseño (Esdi), respectivamente. Al salir, emprendieron la aventura de montar una tienda taller en el barrio de Sant Pere, lugar donde recientemente muchos jóvenes han comprado pequeños locales casi destruidos, para restaurarlos a su antojo y convertirlos en sitios dedicados a la creación. Sin embargo, nunca imaginaron que además de las grandes dificultades que debían sortear para abrir un negocio, vendría un desastre mundial que aplastaría la poca confianza que habían ganado, pues cada vez que levantan la cortina, se preguntan si podrán ganarse la vida como diseñadoras. "¡Vaya momento que nos tocó vivir!", exclaman entre ellas, recordando las palizas que se daban en la escuela para aprobar el curso, después trabajar todo un año como becarias sin recibir un sueldo, invertir dos años en el proyecto de empresa, y cuando finalmente abren puertas al público, se ven obligadas a buscar otro trabajo: "Llevamos sólo seis piezas vendidas y eso no cubre los gastos mínimos del local. Desde hace un mes estamos buscando trabajo de camareras, pero tampoco encontramos", cuenta Gemma mientras cuelga en la percha aquella blusa color negro que diseñó y cosió en el pequeño taller que hubiera sido el sueño de su abuela, una mujer andaluza que trabajó de sirvienta, y después de mucho esfuerzo, logró ser costurera. Su abuelo, en cambio, fue pastor y carpintero; los dos emigraron a Cataluña hace décadas para forjarse un futuro en los difíciles tiempos de la posguerra. A veces, cuando aparece nuevamente esa sensación de pánico que le provoca la incertidumbre económica, recuerda las historias de los abuelos cuando en la Guerra Civil se resguardaban de bombardeos y usaban veinte veces el mismo hueso para hacer una sopa.

Gemma se aferra a ese pedazo de local donde vibran sus aspiraciones y se pregunta dónde terminará

Ahora, aquellas anécdotas adquieren otro significado. Recordarlas le sirve de consuelo, pero no le dan fuerza y descubre lo endeble que es su generación. "Los jóvenes nos hemos acomodado tanto en el confort que no sabemos reaccionar. Tenemos miedo y frustración. Yo misma no sabría qué hacer si tengo que cerrar la tienda. No me despabilo. Mi padre llamó esta mañana desde Vic y me dijo que a raíz de la crisis sale cada mañana desde muy temprano a buscar clientes como hace 20 años, y que le gusta, porque se siente activo nuevamente. Él reacciona mejor, yo en cambio, estoy paralizada".

El local D-Seny, en la calle de Basses de Sant Pere, acoge las creaciones de otros 14 jóvenes diseñadores, que quizá, pronto también tengan que usar la imaginación para diseñarse otro modo de vida. "Parte del problema es que las escuelas no dan una educación de excelencia y no somos del todo competitivos. Además, nos creímos que Barcelona era la meca del diseño y no lo es, y lo que es peor, pensamos que España sería rica por siempre y nos costará volver a la vida de pobres. Estamos despertando de un gran sueño", confiesa Gemma, quien se aferra a ese pedazo de local donde vibran sus aspiraciones, y cuando traza un patrón que dibuja el inicio y el fin de una línea, se pregunta dónde terminará ella. Ojalá no donde empezó su abuela.

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