'El maestro y Margarita', y el año nuevo
Hoy que estamos en el último día del año, conviene ir pensando de qué forma vamos a brincar a la otra orilla, de la orilla del año que se acaba a la del que empieza, porque en años de crisis lo que toca es afinar la perspectiva para que, de preferencia, nos bebamos el vaso de agua en lugar de ahogarnos en él. Resulta curioso que la palabra año venga de annus, que quería decir anillo en tiempos del Imperio Romano; el año es un anillo, es decir, un círculo que empieza y termina en el mismo punto. Los celtas, por su parte, tienen este asunto muy calculado, celebran el lapso mínimo que hay entre el anillo que se cerró y el que está empezando a abrirse y aseguran que, en este lapso, que puede durar un segundo o un siglo, se abre una puerta al paraíso. Supongo que un celta, desde la altura del paraíso, comprende perfectamente el anillo que acaba de cerrarse y adquiere la fuerza y la perspectiva que necesita para recorrer la circunferencia del anillo que empieza a abrirse, quiero decir que los celtas deben caer, en la orilla del año que empieza, con mucho conocimiento de causa.
Resulta curioso que la palabra 'año' venga de 'annus', que quería decir 'anillo' en tiempos del Imperio Romano
Pero como nosotros, fuera de las 12 uvas y la multitud de abrazos, no tenemos mitología para enfrentar esta vertiginosa fecha, lo que nos queda es amanecer el 1 de enero ya en la otra orilla, resacosos e indigestos, sin mucha noción del momento en que acabó un anillo y comenzó el otro. Como no hay mitología a la mano, yo propongo brincar de un año a otro desde las páginas de El maestro y Margarita, la famosa novela de Mijaíl Bulgákov; verán ustedes: Margarita se queda pasmada ante unas escaleras que arrancaban desde el centro de un salón inmenso y subían hasta una altura insólita, insólita porque era imposible que ese salón y esas escaleras estuvieran dentro del edificio al que ella acababa de entrar, pues se trataba de un edificio de tamaño, digamos, normal. "¿Cómo ha podido meterse todo esto en un departamento de Moscú? ¡Es sencillamente incomprensible!", pensó Margarita. Más tarde su acompañante, un hombre siniestro y misterioso, le explicó lo siguiente: "¡Sencillísimo! Quien conozca bien la quinta dimensión puede ampliar cualquier local todo lo que quiera y sin ningún esfuerzo, y además, le diré, estimada señora, que hasta unos límites incalculables".
El astrónomo Carl Sagan, con la amable pedagogía que desplegaba en la serie Cosmos, sostenía que los seres tridimensionales, como usted y yo, éramos incapaces de percibir otras dimensiones, como la quinta, que convivían con nosotros en el mismo espacio. Es decir, que en aquel espacio pluridimensional de Moscú había un piso normal de tres dimensiones y simultáneamente, ahí mismo, otro enorme de cinco. La cosa queda en amable pedagogía hasta que se pone uno a pensar que en los pisos vive gente y que quizá, mientras ponemos a reposar nuestras tres dimensiones frente al televisor, hay junto a nosotros, o encima o debajo, un señor de cinco dimensiones que se come una sopa y al que no podemos percibir con ninguno de nuestros cinco precarios sentidos, y quizá ahora que escribo estas líneas en el ordenador, tengo encima o debajo a un hombre de cinco dimensiones que le escribe, en el mismo teclado, una carta a su novia rumana.
Más adelante en la novela, Margarita, que era una mujer infelizmente casada, atrapada en un matrimonio cómodo y a la vez insustancial, recibe un regalo fantástico: una pesada cajita de oro macizo que abre con cierta desconfianza; lo que hay dentro es una crema pegajosa, un ungüento donde palpita su ansiada liberación y, sin perder un minuto, se lo unta por todo el cuerpo y en cuanto se mira al espejo descubre que ha rejuvenecido 15 años, y se ha puesto muy hermosa y se siente tan estupendamente que monta en escoba y sale por la ventana dispuesta a recorrer volando todos los barrios de Moscú.
Siguiendo con el razonamiento, no demasiado racional, del astrónomo Sagan, y del novelista Bulgákov, no sería difícil pensar que mientras escribo esto con el señor que escribe una carta, debajo o encima de mí, a su novia rumana, una mujer con crema vuela hacia el techo de mi modesto piso, que no es nada modesto si se le aplica la quinta dimensión, y todavía más: puede ser que dentro de los dos pisos haya una séptima dimensión donde quepa toda Barcelona.
En otra de las páginas de la novela de Bulgákov aparece, dentro de ese mismo piso en quinta dimensión, un artefacto que es el punto adonde quería llegar desde el principio de estas líneas: un globo terráqueo que tiene una mitad iluminada y otra en penumbra, y que hace movimientos de rotación y traslación exactamente igual que nuestro planeta y además, si uno se fija con atención, en algún punto específico de ese globo, puede verse lo que está sucediendo en ese instante; de manera que usted, unos minutos antes de que comience el año nuevo, puede localizar el país, la ciudad, el barrio y la casa donde esté y, como un celta muy consciente del anillo que empieza, espiarse a sí mismo para ver de qué forma lo pilla el año nuevo.
Jordi Soler es escritor.
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