La paja en el ojo
"No juzguéis y no seréis juzgados": así reza una de las exigencias evangélicas más conocidas. Un curioso mandato que ha merecido numerosos comentarios a lo largo de los tiempos. Algunos sostienen que, en muchos aspectos, nunca parece haberse cumplido tan bien como en la época contemporánea. Esta época en la que se predica la tolerancia por los cuatro costados y en la que cualquier persona (empezando por nuestro ínclito lehendakari) repite eso de que "todas las ideas/opiniones son respetables". Lo que frecuentemente se traduce como "ni tú debes juzgar lo que opino yo, ni yo lo que opinas tú".
Es evidente que ello nada tiene que ver con el sentido bíblico original. La continuación de la cita es suficientemente reveladora: "Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá. ¿Cómo es que miras la paja que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo?". En el contexto del sermón, se puede interpretar que lo que se condena fundamentalmente es la maledicencia; no tanto el juzgar con fundamento, como el prejuzgar y el criticar gratuitamente al otro. Y se da a entender que será ese malquerer el que la autoridad divina juzgará con dureza. La cita bíblica aporta, por tanto, una connotación negativa al acto de juzgar, extendida en el lenguaje cotidiano.
Todos tienen derecho a opinar, pero no todas las ideas son igualmente respetables
Y, sin embargo, no podemos (ni debemos) dejar de juzgar. En un sentido positivo, es decir, de formar juicios ponderados, de elaborar opiniones razonadas. Ahora bien, aunque en ese ejercicio podamos librarnos de la viga que nos ciega la visión, seguramente no de la paja. "La paja en tu ojo es el mejor cristal de aumento", sentenció Adorno. Hasta nuestros juicios más razonados estarán sesgados por briznas que los encauzan en una u otra dirección, por lupas que agrandan algunos aspectos y empequeñecen otros. Para decirlo con palabras de Benedetti, "todo es según el dolor con el que se mira".
Aún así, nos cabe intentar elaborar los mejores juicios posibles sobre las cuestiones públicas y privadas que nos incumben. De hecho, el derecho de todos a expresar las propias opiniones resulta de lo más paticorto si no va acompañado del deber de formar lo más razonada y contrastadamente posible la propia opinión. Lo que implica, desde luego, que no todas las ideas son igualmente respetables, sino expuestas al juicio crítico, ofrecidas al debate, permeables a la búsqueda de los mejores argumentos. Ese hacerse el ofendido con un "¡no pretenderá usted convencerme!" sólo puede tener una respuesta: "¡pues claro que sí; pero también estoy dispuesto a dejarme convencer!".
Ante los dos arduos meses de campaña electoral que nos esperan, hay un ruego primordial que dirigir a nuestros políticos: que nos traten como ciudadanos mayores de edad, que apelen a nuestro juicio crítico y no simplemente a nuestras emociones o a nuestros (bajos) instintos partidistas. No podremos quitarnos la paja del ojo, pero es nuestra responsabilidad como ciudadanos esforzarnos en lograr una visión lo más clara posible. Y sería fantástico que en Euskadi fuéramos perdiendo el miedo a discutir de política en público, y que esas discusiones fueran más allá de las habituales yuxtaposiciones de prejuicios, ofensas y dolores. (Qué cosas, parece que ya he escrito mi carta a los Reyes Magos).
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