La ofuscación
Ofuscación: "Turbación que padece la vista por un reflejo grande de luz que da en los ojos", dice el diccionario de María Moliner. Y añade, en sentido figurado, "oscuridad de la razón que confunde las ideas". A la hora de hacer balance del primer año de la segunda legislatura de Zapatero, ofuscación me parece la palabra que mejor la define. Los primeros destellos de la crisis ofuscaron a un Zapatero que había hecho del optimismo su segunda naturaleza. Y esta turbación le llevó a una confusión de las ideas que persiste un año después. Algunos dirán que la negación de la crisis no fue por deslumbramiento o confusión, sino que mintió deliberadamente para ganar las elecciones. Me parece un prejuicio muy favorable al presidente. Habiéndole oído decir un año y medio antes, en julio de 2007, que "da gusto gobernar sobrando el dinero", más bien creo en la ofuscación que en la mentira. Pero poco importa porque el resultado es el mismo. Si fue mentira, se la acabó creyendo. Y por eso le está costando tanto bajarse del error en que el solito se montó.
Zapatero aguantó en la primera legislatura porque había saturación de la política despreciativa de los ciudadanos
En tiempos de crisis, los ciudadanos miran al gobernante como el paciente mira de reojo al psicoanalista en el diván a la búsqueda de una transferencia que libere los miedos y las angustias. Pero para ello hay que ver al gobernante firme, con un diagnóstico certero de lo que ocurre, y con la sensación de saber adónde va. La reiterada negación de la crisis quebró la empatía con el presidente y ha precipitado un desencuentro que todavía no estaba en la agenda de la opinión ciudadana. Lo prueba que se produjo un rebrote del PSOE en las encuestas cuando el paro empezó a dispararse, porque a la hora de contar con la ayuda del Estado asistencial la gente confía más en la izquierda que en la derecha, que siempre piensa que el Estado gasta demasiado. Y lo prueba también que, a pesar de la que está cayendo, el PP no se haya puesto todavía por delante del PSOE en las encuestas: el psicoanalista de recambio tiene todavía que ganarse la confianza de la ciudadanía.
Zapatero llegó muy deprisa. A diferencia de González y Aznar, ganó sin conocer la derrota. Era Edgar Faure el que decía que un líder político sólo es creíble después de haber perdido una vez. Y llegó con la imagen de una persona distinta, de otra generación política, libre de los vicios de la transición. Osó enfrentarse a Estados Unidos y retiró las tropas de Irak. Y su figura se acrecentó. Pero sorprendió con un modo peculiar de entender la política que consistía en dejar hacer, confiando en que la armonía natural de las cosas -o su carisma, que para él es probablemente lo mismo- acabaría imponiéndose. Así fue, por ejemplo, con uno de los mensajes estrella del cambio: la España plural. Abrió la reforma masiva de los estatutos autonómicos. Dejó hacer, especialmente en Cataluña, comprometiéndose a asumir lo que le llegara del Parlamento catalán, "siempre que fuera constitucional". Y cuando le llegó, se asustó. Y tuvo que montar el gran lío que todos conocemos, con la consiguiente secuela de recelos y frustraciones que todavía no han llegado a su final, porque faltan dos puntos básicos: financiación y sentencia del Constitucional.
El resultado de esta manera de hacer es que los problemas crecen sin que se acabe de ver una perspectiva en la que encajarlos, y los costes de no haber fijado una posición de partida se convierten, a menudo, en mucho más altos de lo que se esperaba. Se entra entonces en situaciones insostenibles como ahora la de la financiación autonómica. O en contradicciones como, por ejemplo, que el Gobierno que más conflicto ha tenido con la Iglesia católica es, con mucha diferencia, el que más dinero le ha dado. La obstinación del PP le salvó al final de la anterior legislatura. Pero después, con la crisis, se le nubló la razón.
La crisis ofrecía a Zapatero una oportunidad de demostrar su dimensión como gobernante. Para ello tenía que haber empezado por asumir la realidad de la situación. Y después ponerse el frente con decisiones incluso impopulares si era necesario. En tiempos difíciles da más confianza una persona que actúa sin complejos, que parece saber adónde quiere ir, aunque algunas de sus opciones no gusten, que este modo de gobernar por acumulación por el que ha optado Zapatero cuando se ha rendido a la evidencia de la crisis. Un suma y sigue de decisiones agregadas -las medidas anticrisis anunciadas, que no es lo mismo que cumplidas, se cuentan por decenas- no forzosamente configura una política.
Al iniciar la nueva legislatura, Zapatero, convencido de que el país estaba rendido a sus pies, consideró innecesario sellar pactos parlamentarios estables con los partidos más proclives a hacerlo. Hubiese tenido algún coste, sin duda. Pero mucho más coste tiene que encontrarse ahora solo, afrontando el momento más duro de la crisis, teniendo que negociar ley por ley, decreto por decreto. Como han dicho los propios socialistas, estarán obligados "a reducir sus iniciativas a objetivos viables". Es decir, a ir a remolque de la oposición.
El político es un ser bastante maleable, capaz de adaptarse a las situaciones, y siempre dispuesto a olvidar lo que dijo ayer si no conviene para mañana. Pero más allá del juego corto, la suerte de un político a largo plazo tiene mucho que ver con la capacidad de transmitir las ideas de referencia de su política -del país, de la economía, del papel del Estado, etcétera- y demostrar que guían su acción práctica. Por ejemplo, si Zapatero hizo de la España plural su bandera, tenía que estar dispuesto a llevarla hasta el final. Y no olvidarse de ella en el primer rifirrafe político en que sintió que este tema podía desestabilizarle electoralmente. Estos cambios de rumbo son casi siempre contraproducentes, porque se hacen en función del discurso de la oposición. Y se corre el riesgo de que el electorado acabe prefiriendo el modelo, a la copia.
Zapatero es un hombre de política ligera. Aguantó en la primera legislatura porque había saturación de la política enfática y despreciativa de los ciudadanos, y porque sus adversarios cayeron en la trampa del ruido permanente. Ahora, se echa de menos el peso del gobernante cuya palabra transmite seguridad a una ciudadanía asustada. Zapatero paga su ofuscación.
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