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Columna
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Posmoderno en Madrid

Uno sospechaba entonces que el empeño fabulador de Francisco Nieva mezclaba ficción y realidad

En el Madrid de los primeros setenta el dramaturgo Francisco Nieva se nos desa-parecía a veces a sus amigos y se ocultaba en aquel salón suyo del barrio del Niño Jesús, donde vivía, a dos pasos del Retiro, lleno de atrezzos y de figurines -siempre ha vivido en un almacén de cosas vividas- y nada sabíamos de él por más que aporreáramos la puerta, llamáramos al teléfono o le dejáramos mensajes por debajo del felpudo. No sé si sigue haciendo lo mismo ahora en su casa de Concepción Jerónima, en el Madrid galdosiano que tanto le gusta, pero por lo que he leído en este periódico Juan Cruz ha tenido la suerte de que le responda y ha podido compartir con él unos callos en Casa Paco. Se declara en esa entrevista cosmopolita y de pueblo a la vez. No me extraña. Por eso mismo, sentí siempre fascinación por sus palabras, unas palabras inusuales y graciosas que a él le servían para la ironía y a mí me sonaban a manchegas, retocadas en una especie de ignoto pasapuré; medio brujo cuando se empeñaba y medio cantamañanas cuando su ingenio provocaba las risas en las madrugadas del Madrid de entonces. Pero poco a poco conseguí entender su imagen, contradictoria y rica por lo mismo: tan manchego y cosmopolita a un tiempo, capaz de hacer arte con el pelo de la dehesa o con los camafeos de sus referencias culturales tan concretas y tan escogidas. Tan graciosamente pedante a veces y tan tierno o tan inocente como los personajes de su guiñol primero de Valdepeñas. Tan afectuoso o tan despegado, tan cercano y a veces tan huido. Tan en la tradición y tan decididamente vanguardista. Y siempre tan versátil: haciendo un recorrido por el arte en el que cierta pintura, cierta literatura, cierta música se encontraban con Nieva, y éste, haciendo de mago, las mixturaba para que el surrealismo, siéndolo, fuera otra cosa, o para que el sainete, por ejemplo, sin dejar de ser lo que era, resultara un material que a alguien pudiera parecerle de derribo y que Nieva en su almoneda se ponía a restaurar con los pinceles de Nieva, o sea, con otros colores.

Si alguien me hubiera dicho entonces, y hace ya más de 30 años, que aquel personaje atrabiliario y enjuto, salido de no se sabía bien qué aquelarre de la bohemia, se iba a sentar algún día en la Academia Española, ignoro qué rostro de perplejidad hubiera puesto. Por aquellos años sólo se conocían las extraordinarias escenografías de Nieva, con sus habilidades de pintor pasado por la literatura o de escritor pasado por la pintura, que da lo mismo, y más minoritariamente su trabajo crítico. Pero Nieva estaba de vueltas de una peregrinación por los bajos fondos y las estancias palaciegas, a veces intercambiables. Transcurrieran como transcurrieran aquellas divertidas tertulias noctámbulas en el Madrid de Oliver y Bocaccio, la memoria de Nieva, su experiencia tan pródiga en conocimientos fascinantes y en aventuras deslumbradoras, transformaba el cenáculo en un placentero torrente de conocimiento. Lo mismo pasaba en los viajes que hicimos juntos y en aquellas reuniones del barrio del Niño Jesús donde Nieva, entonces con pocos emolumentos, nos ofrecía la peor ginebra que el poeta Carlos Bousoño hubiera bebido nunca, mientras la cantante sefardí Sofía Noel veía con acierto su futuro en las cartas del tarot.

Uno sospechaba entonces que el empeño fabulador de Nieva mezclaba ficción y realidad, pero que concedía más lugar al cuento que a lo cierto. Pasados los años, un buen día le concedieron una beca a un amigo común para realizar esculturas de vidrio en Venecia, y allá fue nuestro amigo, José Luis Toribio, por recomendación de Nieva, a la misma locanda en la que Nieva había vivido unos años. Aprovechando esa estancia, también estuve yo algún tiempo en Venecia y, juntos, pudimos conocer el mundo que Nieva frecuentaba allí, la Venecia insólita de los personajes que eran sus amigos. Todos nos confirmábamos que teníamos entre nosotros a un genio que se llamaba Francisco Nieva. Pero por si alguien pudiera sentir en algún momento debilitada esta certidumbre, Nieva contaba con un propagandista de excepción en Bousoño, que convencía cada mediodía a Vicente Aleixandre, y por la noche a los demás, de que sólo un país como éste en los miserables días del franquismo podía mantener en los cajones del autor los textos inéditos del teatro furioso.

Es lógico que ahora venga Komla Aggor, de la Universidad de Wisconsin, y presente el libro Francisco Nieva. El teatro posmodernista. Tan lógico como que Cruz le pregunte: "¿Posmodernista, Paco?". Y tan lógico como que él responda: "Yo no sé qué es posmodernismo". Los que inventan algo son los últimos en enterarse.

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