La injerencia, el error y el silencio
1. Los hechos. En la página 12 del diario EL PAÍS del 11 de marzo de 2010, bajo un titular que decía literalmente "Trillo acusa de injerencia a la portavoz del Poder Judicial", se relataba que ésta, Gabriela Bravo, había declarado en un desayuno informativo que "como jurista", estaba "absolutamente en contra" de la propuesta del PP de introducir la cadena perpetua revisable en el Código Penal. Para el portavoz popular de Justicia, Federico Trillo, esas declaraciones constituían "una injerencia intolerable" por parte del Poder Judicial. Hasta aquí los hechos que originan esta reflexión. Creo que vale la pena analizar ese incidente, aparentemente nimio, para poner al descubierto algunas de las actitudes que, con más frecuencia de la que sería deseable, imposibilitan el diálogo político.
Quisiera llevar a cabo ese análisis partiendo de algunos principios comunes a todas las corrientes del liberalismo político, porque son los que personalmente profeso, porque constituyen el núcleo más duro de las libertades constitucionales y porque forman parte del acervo ideológico que el Partido Popular ha asumido públicamente celebrando la herencia del liberalismo de Cádiz. Algunos comportamientos y, lo que es peor, algunos conceptos expresados por personas relevantes del Partido Popular están en los antípodas del pensamiento y de la política liberal. Mi tesis es que las frases del Sr. Trillo constituyen un ejemplo de esa actitud incongruente.
2. La injerencia. Para juzgar si ha habido o no una injerencia intolerable en las labores del Poder Legislativo, es preciso tomar como referencia la idea, que pertenece al núcleo más duro del liberalismo, del carácter inviolable de la libertad de opinión y, aún más allá, la de que el libre mercado de las opiniones es un instrumento indispensable de la toma de decisiones públicas. Partiendo de ese principio, la respuesta es evidente: no ha habido injerencia alguna.
Es más, desde una concepción liberal ni siquiera podía haberla, en primer lugar porque la portavoz del Consejo hablaba obviamente a titulo personal (como jurista, no como vocal del Consejo); pero, además, porque aunque lo hubiese hecho desde su cargo institucional, en modo alguno una simple manifestación de opinión podía perturbar la función legislativa. Basta señalar que el Consejo informa oficialmente proyectos de ley, expresando con toda libertad sus opiniones acerca de ellos, sin que eso sea visto como una injerencia en la labor legislativa, sino, al contrario, como una colaboración.
3. El error. Descartado que pudiese haber una injerencia, hemos de analizar también si la opinión expresada por la vocal es tan manifiestamente falsa y errónea como para justificar la conminatoria invitación al silencio que recibió por respuesta. Para responder a esa segunda cuestión han de invocarse dos principios liberales básicos, a saber: en primer lugar, el primado de la libertad, en virtud del cual todo sacrificio de la libertad ha de reducirse a lo absolutamente necesario para el logro del fin constitucional que lo justifique (como resulta del principio constitucional de proporcionalidad o prohibición de exceso); y, en segundo lugar, la idea de que hay un contenido de los Derechos Humanos que ha de afirmarse de modo absoluto. Así lo expresan los grandes pensadores liberales de diversas tendencias (Berlin y Popper, Rawls, Dworkin y tantos otros) y así lo ha proclamado el Tribunal Constitucional Español en varias ocasiones.
Dicho esto, y puesto que se habla de una privación de libertad perpetua, aunque revisable, el enjuiciamiento de su racionalidad ha de partir de la constatación de lo que es un lugar común entre los especialistas en materia penal: que la pena privativa de libertad está en crisis, por más que no se hayan encontrado más sustitutivos parciales. Y está en crisis porque no priva solamente de la libertad, sino que trastorna y descoyunta la indispensable sociabilidad humana. El delincuente es excluido de la sociedad normal y se le inserta en una sociedad necesariamente deforme, la carcelaria, donde lo normal es que su inclinación al delito resulte reforzada, máxime si sus posibilidades de volver a la vida en libertad son escasas o nulas.
¿Pertenece a ese núcleo absoluto de los Derechos Humanos el de no ser condenado a una pena potencialmente perpetua? Que otros ordenamientos jurídicos la contemplen y que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos admita que no es contraria al Tratado de Roma son argumentos que podrían inclinar a responder la cuestión negativamente. Sin embargo, no son plenamente convincentes. La idea de una privación potencialmente perpetua de la libertad choca, en mi opinión, con la imagen del hombre como un ser capaz de reflexión y razonamiento, como un ser que siempre puede cambiar y acabar dirigiendo su vida según unos mínimos de racionalidad. Esa imagen, que yace en el fondo de los ordenamientos democráticos, no puede, según creo, sino conducir a la conclusión de que la privación de libertad perpetua es una anomalía incongruente en ellos.
Cabe preguntarse si el proceso de endurecimiento de las penas en el que nos hallamos inmersos, y del que la cadena perpetua revisable no es sino un eslabón más, tiene alguna justificación. Porque resulta muy sorprendente que, en la época de mayor libertad que hemos vivido nunca, el camino de humanización, y por lo tanto, de suavización de las penas, lo hayamos abandonado y caminemos justo al revés de cómo lo hicieron los regímenes liberales. Pues, si en el Código Penal de 1870 se mantuvo la cadena perpetua, haciéndola, eso sí, revisable, fue porque se llevó a cabo una drástica reducción de la pena de muerte que prodigaba el Código de 1850; y, finalmente, el Código de 1932 acabó hasta con el nombre de las penas perpetuas. Ahora, en cambio, hemos elevado hasta los 40 años el máximo de cumplimiento de la pena privativa de libertad (lo que prácticamente constituye ya una pena perpetua) y, además, proponemos volver a introducirla en el Código Penal, como si 140 años de historia hubieran transcurrido en vano.
Porque lo cierto es que nada, excepto, tal vez un efímero rédito electoral, parece justificar ese proceso, al que los sentimientos y deseos de las víctimas sirven de coartada. Pedir a las víctimas un discurso razonable es pedir lo que puede resultar imposible para ellas. Pero, la pena es del Estado. Es más el nacimiento del Estado se haya ligado estrechamente al nacimiento de la pena pública, esto es, a la sustitución de la venganza privada por un sistema racional de castigos. Y esa racionalidad puede, no solo pedirse, sino exigirse a los políticos. Para ellos es un deber que olvidan fácilmente, porque es más cómodo traducir en normas lo que se grita en la calle, sea justo o injusto, que intentar que la opinión pública discurra dentro del marco de la racionalidad.
Estamos entre los países europeos con un índice de delincuencia más bajo y, pese a no contar con la reclusión perpetua, tenemos el número de presos porcentualmente más alto de Europa. Creo que esos datos evidencian que sacrificamos la libertad bastante más allá de lo que resultaría admisible si los derechos liberales se tomasen verdaderamente en serio; y lo que parece increíble es que aún se pretenda un sacrificio mayor. Sin ninguna contrapartida, porque, como sabemos de sobra, porque la experiencia nos lo ha enseñado, los problemas que la delincuencia plantea no se resuelven, ni se atenúan, con la mayor dureza de las penas, por lo que parece mucho más razonable afrontarlos de otro modo, a saber, con medidas alternativas, con refuerzos policiales, con reinserción, con asistencia social, etc., etc.
4. El silencio. Si cuanto se ha dicho tiene algún sentido, la opinión de la vocal portavoz no es ni una falsedad ni un error, sino una llamada a la reflexión que tanto el señor Trillo como el resto del Parlamento harían bien en atender. Imponerle silencio es negar la realidad y someter a censura la opinión disidente.
Tomás S. Vives Antón es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Valencia y vicepresidente emérito del Tribunal Constitucional.
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