¿Es posible otra guerra civil en Estados Unidos?
Cuando, en 1865, Lincoln llegó a la Casa Blanca vio que en Virginia, al otro lado del Potomac, ondeaba una bandera de la Confederación. Envió allí a una unidad militar para que la quitase, pero mataron a su comandante. Hace algunas semanas, el presidente Obama podía haber visto manifestantes armados reuniéndose en un parque de Virginia -protegidos por agentes del gobierno federal a los que habían venido a denunciar-. La concentración (cuyo número de participantes casi era superado por el de periodistas) fue el punto culminante de una ola de protestas en la que ciudadanos armados y políticos republicanos han amenazado con utilizar la fuerza para evitar la "tiranía": cuanto más vulgar es el político, más estridente es el lenguaje. Líderes del partido republicano en el Congreso no les han hecho reproche alguno.
Obstruccionismo republicano, milicias ultraderechistas y el 'Tea Party' forman un cóctel explosivo
A día de hoy, las cosas están más tranquilas. El éxito del presidente al conseguir la legislación sobre el seguro sanitario y su inminente triunfo en la nueva regulación del sistema financiero han modificado el ambiente. Los periodistas han dejado de predecir la quiebra de su autoridad. El presidente ha contraatacado, defendiendo el papel positivo del gobierno y apelando a un debate con "civismo". Las encuestas han venido a mostrar que el supuestamente nuevo movimiento Tea Party está compuesto por personajes familiares, en tanto que viejos, adinerados y blancos. Están furiosos por tener que pagar impuestos y porque ciudadanos que difieren de ellos en color, cultura y rentas hayan elegido a un presidente. ¿Podría Estados Unidos sumirse en las condiciones propias de una guerra civil?
En lo referente a violencia política nuestras tradiciones son arraigadas. Tuvimos casi tres siglos de guerras contra los indios. Los Estados esclavistas tuvieron miedo a las revueltas de los negros y utilizaron el terror legalizado para imponer la segregación racial a los esclavos liberados. Los inmigrantes europeos durante los siglos XIX y XX fueron disciplinados a fuerza de brutalidad policial. Los grupos de voluntarios que "ayudan" a policías en la caza de inmigrantes en los Estados fronterizos con México viven una tradición de violencia privada legitimada. El número de armas, registradas o no, en manos privadas es casi de una por cada habitante, o sea unos 300 millones. Decenas de millones de nuevas armas fueron adquiridas tras la elección de Obama, por personas temerosas de un levantamiento de la gente de color.
Entretanto, el candidato republicano a gobernador por Oklahoma quiere que el Estado forme una milicia que se oponga al gobierno federal -a pesar de la experiencia sufrida en Oklahoma en 1995 por la explosión asesina de una bomba colocada por un terrorista blanco con formación militar-. Lo que inspira fantasías violentas a millones de personas es su creencia de que Obama es, diversamente, un "socialista", un musulmán, un no-ciudadano o (según un 10% a 15% de la población) el "anti-Cristo". Bebel calificó al antisemitismo como "socialismo de los imbéciles". En su confusa amalgama de odio a las élites y al gobierno, esos norteamericanos podrían ser calificados como "Milicianos de la Ignorancia".
En Michigan ha sido arrestado un pequeño grupo que planeaba acciones violentas, pero el peligro de confrontaciones serias no reside en los fanáticos locales. Una nueva ley ha dotado a la policía de Arizona de poderes anticonstitucionales sobre los inmigrantes, en usurpación de la jurisdicción federal. Eisenhower tuvo que enviar al ejército para hacer cumplir la abolición de la segregación racial en Arkansas en 1957. Supongamos que un demagogo de la televisión incita a un rechazo masivo al pago de impuestos federales o que una legislación estatal bloquea el nuevo programa federal sanitario. El mismo Tribunal Supremo provocó en otro tiempo una resistencia generalizada en materia de igualdad racial. Su mayoría republicana favorece ahora los derechos de los Estados.
En una nación tan extensa que en cierto modo es también un continente, el orden puede coexistir con el desorden. En amplias áreas del oeste que son propiedad del gobierno federal las autoridades han sido reacias al cumplimiento de la jurisdicción federal. Manifiestos brotes violentos se alternan con periodos de quietud. Hasta ahora lo que ha faltado es una organización centralizada de la protesta violenta. Constitucionalmente, los republicanos no pueden hacer de esos movimientos unos auxiliares directos de su política. Pero muchos de ellos no ocultan duda alguna en explotar las corrientes subyacentes de violencia de cualquier otro modo. El peligro reside en que cuando los Estados rechazan la supremacía federal, el obstruccionismo republicano del Congreso puede estar legitimando la violencia localizada.
La elección de Obama condujo a un estallido de opiniones y de comportamientos hasta entonces reprimidos, que los medios de comunicación exageraron. La polarización política, al combinarse con el desempleo y con la ansiedad económica generalizada, intensifica el conflicto ideológico por muy tosco que éste sea.
El presidente, sin embargo, necesita la ayuda de otros líderes políticos, de las élites del país y de la ciudadanía. Si recibirá o no la suficiente, a tiempo de que pueda evitar una crisis muy peligrosa, sigue siendo una cuestión pendiente.
Traducción de Juan Ramón Azaola.
Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown.
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