¿Quién pide cuentas a los emergentes?
La reciente cumbre del G-20 en Toronto ha venido a confirmar la dificultad del llamado ascenso pacífico de las nuevas potencias. Esta idea, acuñada por los ideólogos chinos, se ha extendido a los otros BRIC, Brasil e India, aunque menos a la vieja Rusia. La bricmanía de Goldman Sachs ha hecho el resto, señalándoles como el destino prioritario para los inversores, los mismos, por cierto, que hoy especulan contra el euro. Pero los poderes emergentes siempre han entrado en la historia como elefantes en cacharrería, y esta vez no es una excepción. Ahora, los países más débiles -y los ambiciosos como Irán- se pegan a sus talones, mirando de reojo a Washington. Y con Europa asoma un conflicto sobre valores civilizatorios en asuntos como la reducción de emisiones de CO2, el libre uso de Internet o la cooperación con regímenes autoritarios.
Lo mejor sería que el club BRIC pase pronto a la historia y sus miembros sean socios constructivos del G-20
En realidad, ninguno de los BRIC tiene ya nada de "emergente": tras sostener desde hace una década el despilfarro del Occidente rico, y a pesar de sufrir castigos ocasionales, este sistema viciado les ha proporcionado enormes reservas y ha multiplicado su inversión y su comercio. ¿Qué problema tenemos hoy? Que estos cuatro gigantes económicos aún son, en relación a la gobernanza global, enanos políticos, y hasta, probablemente, un poco gorrones. Agazapados tras el desgaste moral de norteamericanos y europeos, ninguno de ellos quiere pagar la factura que corresponde a su peso, escudándose tras sus enormes retos internos. Se puede comprender la simpatía en favor del grupo como tal: al fin y al cabo, juntos serían capaces de propiciar un cambio de un orden injusto. Pero la cuestión es: ¿un cambio hacia dónde? Con una mayor representación en el FMI o en el Banco Mundial, o con la regulación del sistema financiero, no se pone fin a los males del mundo; tan solo se establece una base más coherente para negociar las políticas, y Toronto nos ha mostrado que lo que falta es precisamente coordinación. Cuando a los BRIC se les mira de cerca y por separado, surgen serias dudas sobre si realmente quieren cambiar las cosas -o sea, el vínculo actual entre ciudadanos y gobernantes, multinacionales y gobiernos, medio ambiente y crecimiento- más de lo que le gustaría a Obama o a la baronesa Ashton.
El déficit de responsabilidad que padece el actual sistema internacional se refleja no solo en la negligencia de los ricos, sino también en el modo en que los BRIC se saltan normas internacionales en cooperación al desarrollo o en impacto medioambiental; en cómo en Naciones Unidas bloquean sanciones contra regímenes que arrollan derechos elementales o en cómo se relacionan con sus vecinos desde Georgia a Pakistán, desde Taiwan a Venezuela.
El mismo doble rasero que mantiene a norteamericanos y europeos sobrerrepresentados en el FMI o el Banco Mundial absuelve el dudoso comportamiento de los cuatro. A pesar del anuncio chino de flexibilidad cambiaria, su infravalorado yuan va a continuar erosionando durante un tiempo la economía global; lo mismo hará el programa nuclear indio con el Tratado de No Proliferación. Pocos se preguntan cuánto gastan los BRIC en misiones de mantenimiento de la paz; tampoco se sabe bien a qué juega Brasil en energía nuclear, ni qué beneficios reportaría al mundo tenerle como miembro permanente del Consejo de Seguridad y con derecho de veto.
Curiosamente, en sus encuentros de Ekaterinburgo y Río de Janeiro, no se vio a los manifestantes denunciar, por ejemplo, el encarcelamiento de activistas en China o Rusia, o la gestión de la biosfera del Amazonas. Hasta ahora, ser miembro de este club ha salido gratis. Sin embargo, la algarada altermundista en las calles de Toronto -antes reservadas al G-8 o al foro de Davos- podría resultar una premonición de lo que les espera a los BRIC en el inmediato futuro: un escrutinio implacable por la sociedad civil globalizada, tal vez incluso represalias. Suele decirse que todo el planeta debería poder votar a las elecciones presidenciales de EE UU; ahora quizá pidamos lo mismo para los demás.
Parece claro que las estrategias para salir de la crisis -ajustes fiscales, impuestos a la banca- no pueden ser las mismas para todos. Sin embargo, resulta preocupante la poca voluntad de los BRIC para someter a estándares internacionales sus desequilibrios económicos, sus carencias sociales, o su gigantesca banca, que figura ya en los puestos de cabeza mundiales.
De nuevo, en Toronto se ha pasado por alto un pequeño detalle: que la especulación a través de los derivados financieros se retroalimentaba con la inversión hacia los mercados emergentes: ¿acaso los BRIC no jugaban en el mismo casino? Lo importante ahora es no incurrir más en las malas prácticas del pasado, y no otorgar cheques en blanco a nadie. Precisamente cuando en EE UU y Europa se avanza hacia una mayor transparencia, ex ricos y ex emergentes deben promover una responsabilidad compartida en lo regional y lo global, al tiempo que se reforman los organismos multilaterales. No hay otro camino para evitar una eclosión multipolar, para poder llegar a resultados en la próxima cita de noviembre en Corea del Sur, y más allá. Lo mejor sería que el club BRIC pase a la historia cuanto antes, y una actitud constructiva en el G-20 sirva de ejemplo para los que vienen detrás: Suráfrica, Turquía, México.
Vicente Palacio es subdirector del Observatorio de Política Exterior Española de la Fundación Alternativas.
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