Colombia, en primera persona
Me entregan un estuche blanco. En el centro de la tapa hay dibujada una bala. Dentro encuentro otro proyectil de cera roja. "La agencia de comunicación F33 ha conceptualizado de forma contundente nuestros objetivos", asegura José Luis Cegarra, director adjunto del festival La Mar de Músicas, quien junto a los galeristas de T20, Nacho Ruiz y Carolina Parra, programan su sección de exposiciones. La bala presenta al país invitado este año, Colombia. Cojo la bala con el índice y el pulgar. Rememoro a Roland Barthes cuando argumenta que "una metáfora es tranquila, pacífica como una ecuación, pero su metamorfosis es ardiente, introduce una representación dramática del devenir humano: en ella se hace una pregunta a la materia, a la inestabilidad de las clasificaciones".
Los protagonistas del vídeo 'Canciones' se acomodan, con la mirada confiada, para ofrecer su testimonio de ausencias
Uno de los artistas invitados a la sección La Mar de Arte también trabaja el poder de transmutación de la cera. Fernando Rubio Ahumada (San Bernardo, Colombia, 1970) llevará a cabo una acción colectiva en la que ordenará una delicada línea roja formada por improntas dactilares sobre cera de abeja líquida. Su intención, con las flores que crearán los participantes, es "construir un vínculo, un puente y diálogo con las personas y el espacio conjuntamente intervenido". La obra se grabará para exponerse conjuntamente a Dislocaciones, proyecto testimonial en el que da voz y presencia a aquellos que residen lejos de sus tierras. Populardelujo, otro proyecto cooperativo que opera en Internet desde 2003 (www.populardelujo.com), diseminará por toda Cartagena una edición de carteles resueltos con la gráfica popular de Bogotá, aderezados con las chocantes acepciones del habla coloquial colombiana. "Estamos fundando una 'calle colombiana' por fuera del país", es su propósito declarado. También se utiliza la ironía intertextual en la muestra Frágil conspiración de Marcos Mojica (Barranquilla 1976), quien resuelve sus metarrelatos desde el apropiacionismo y los hallazgos conceptuales de otros renombrados artistas (Duchamp, Beuys, Warhol, On Kawara...).
La iconografía criolla de Nadín Ospina (Bogotá, 1960), a quien su resuelta hibridación de lenguajes le ha reportado una fundada reputación no solo en su país de origen, es otra de las protagonistas de la programación. Quedan cimentadas en el ideario del arte contemporáneo sus cerámicas mochica y sus esculturas Chac Mool donde se concitan la factoría Disney o la familia Simpson. Una parte de estas series, junto al coloso moái azul Klein que llevó a la 39ª edición de la Bienal de Venecia, pueden verse en Tierras colombinas, exposición acomodada como si las obras fueran parte de un hallazgo arqueológico. Las esculturas, enclaustradas en vitrinas de metacrilato, parodian el cerramiento y la jerarquización histórica a la que someten los museos occidentales sus objetos. En la sala adyacente cuelgan óleos del conjunto Colombialand, gestado por Ospina tras descubrir en un catálogo de juguetes Lego, una serie maniquea sobre los protagonistas de la conquista de América. Con su figuración de legos armados con pistolas, puñales, machetes, juguetes que saquean y secuestran amparados por una exuberante vegetación plagada de campos de amapolas, Ospina sacude la alevosa visión que ofrecen los medios de comunicación sobre el estereotipo, la diatriba pactada, que se ciñe sobre Latinoamérica.
En este festival los artistas van y vienen. Luz Ángela Lizarazo, que lleva dos años fotografiando las ventanas y celosías de su país porque "ilustran el imaginario colectivo de los bogotanos sobre su relación con la ciudad y con los otros", descubre que en Cartagena también persiste toda una tradición en torno a la artesanía de la forja. Tras una estancia de una semana, decide preparar una instalación con rejas cartageneras que encuentra en derribos y anticuarios. Ahora conformarán un gran cubo al ser soldadas unas con otras. Una vez concluido será dorado. Pero no solo deposita una gran jaula dorada. La delicadeza la deja para un mural in situ que dibuja directamente sobre una de las paredes. Resultado: geométricos diseños de la desconfianza y la soledad, huellas de voluntarias prisiones que protegen pero a la vez nos cierran en paso al exterior. Título inequívoco: Estéticas de la paranoia.
Mientras tanto, hacia el otro lado del "charco", viaja Javier Codesal (Sabiñánigo, Huesca 1958) con un encargo del director del festival Francisco Martín: realizar una filmación sobre Colombia. Era la segunda vez que Codesal viajaba a Bogotá. Antes lo condujo allí una conferencia a propósito de su colaboración en la exposición Cazadores de Sombras. Después de impartirla encontró en la calle un grupo de jóvenes uniformados que tenían algo en común: les faltaba una pierna. "En aquel momento supe que volvería", asegura al recordar cómo empieza el proyecto. En este segundo viaje contacta con CIREC, una organización que desde 1979 presta servicios de ortopedia y rehabilitación física y también se involucra en actividades de educación, prevención y sensibilización. "Asistí a una reunión de la organización con un grupo de cuarenta mujeres a las que enseñaban a gestionar exiguos recursos económicos", revela para pasar luego a explicar cómo con un taxista y una joven del lugar empieza la búsqueda de las familias por Los Llanos para grabar sus historias pasadas y su vida presente. El espectador no va a encontrarse una gran narración ideológica sobre la violencia en esta región. Tampoco incidirá, con impúdica mirada, sobre los miembros sesgados por explosivos aunque todo el proyecto (dos vídeos, una treintena de fotografías y un texto poético) se recoja bajo el lema Los pies que faltan. Los protagonistas de estas Canciones (título de uno de los vídeos) se acomodan, con la mirada confiada, ante el objetivo para ofrecernos su testimonio de ausencias, su huida de las haciendas cuando se manifiesta o denuncia que alguien de la familia ha estallado en pedazos al tocar un explosivo. Codesal mapea su realidad en pequeñas secuencias con el propósito de que "permanezcan a salvo de la avalancha del tiempo". Su proyecto es colectivo pero también personal. De ahí que el tiempo como la memoria salte y entrelace unas historias con otras y se asemeje a un libro hojeado hacia delante y hacia atrás: una meditación pausada, compleja y deliberada sobre el devenir de la vida y la violencia gratuita contra los frágiles. En Canciones los cantos de taberna entonados con el arpa y el cuatro (guitarra común en Latinoamérica) se entremezclan con las narraciones de los protagonistas colombinos. Una madre cuenta cómo su hijo se partió en dos un 5 de julio cuando pisó una mina. La vida es un réquiem permanente. La violencia puede erigirse como símbolo de Colombia solo si no se levanta la pesada hipoteca del pasado para convertirse también en el símbolo del futuro. Presiono poco a poco la bala de cera roja; puedo convertirla en lo que quiera.
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