La fe corona a Arturo Casado
El madrileño, oro de 1.500 con un ataque tremendo a 200 metros, y el sevillano Olmedo, bronce
Arturo Casado levantó los brazos después de la recta soñada y el bodoquismo rompió a llorar. El bodoquismo, por Bodoque, el masajista de Casado, de España, de Berlanas, de Higuero, de otros buenos atletas, es la religión atlética de la fe y del compromiso, del trabajo, del sueño. El triunfo de su chico lo justificaba, claro. También que el estadio de Montjuïc se viniera abajo del éxtasis de los espectadores que, tras la frustración de Marta Domínguez, tras las expectativas de la explosión de Cáceres en la longitud, contemplaban al fin la primera victoria española de los campeonatos. También que el secretario de Estado, Jaime Lissavetzky, saltara a la pista como un aficionado feliz para abrazar al campeón.
Levantó los brazos Casado y rompió a llorar él mismo, tan grande, tan incontenible, tan liberado como en su última curva, cuando arrancó a 200 metros, el punto de los campeones, el punto exacto en el que otros años, en otros campeonatos, encallaba su carrera, el punto del miedo en el que su ambición se frustraba por perseguir a Baala, a otros campeones a los que quería superar, cuando corrió, el primero, por delante de todos, persiguiendo la victoria, como un potro fuerte y ancho, como un caballo desbocado. Poderoso. A punto de alcanzar el orgasmo, toda la adrenalina agolpándosele en el cerebro. "Hay que creer, hay que creer", repetía la víspera Casado. "Este año, sí, este año, sí, estoy seguro", añadía. "Ya creo en mí". Fue el final de un año en el que apenas se prodigó en invierno, en el que renunció a la pista cubierta, en el que, desde el 1 de enero, solo pensaba en un día, 30 de julio, en una ciudad, Barcelona.
Por detrás de él, hombre de tanta fe tras tantos años en los que solo se le recordaban las expectativas no cumplidas, la jauría lanzaba sus dentelladas, inalcanzable. Por detrás, Reyes Estévez, el veterano en su última carrera, trataba de defender la tercera plaza, el lugar máximo en el que le podían dejar sus piernas, tan batalladas, tan poco frescas finalmente, después de una carrera que él mismo había conducido al tran-tran, lenta, lentísima (2m 37s, el 1.000; 3m 42,74s el tiempo de la victoria de Casado), confiado en su antiguo poder explosivo, ahora de más corto alcance que en sus tiempos de gloria cuando, elegante, en los últimos 300 metros, era capaz de tres, de cuatro cambios de ritmo. Por detrás de Casado, tan enorme, tan feliz ya, Manuel Olmedo, el sevillano recién trasplantado del 800, hacía valer su punta de velocidad magnífica para, desde atrás, por fuera, remontar hasta, con el último aliento, arrancarle de las manos a Estévez por 13 centésimas el bronce. "Me falló la táctica", dijo Olmedo. "No esperaba una carrera tan lenta, pero he podido responder al final".
Cuando está bien, a Casado, de Santa Eugenia, un barrio de Madrid, de 27 años, licenciado en Ciencias del Deporte, con admiración le dicen: no hay quien te pase en la curva, eres tan ancho, controlas tan bien tu calle que para adelantarte hay que dar un rodeo tan grande que cuando queremos llegar ya has pasado. A Casado, seguro, en la curva, en la que con casi imperceptibles cambios de ritmo mantenía a raya los intentos de superarle del inglés Baddeley, le llegarían a la memoria esas palabras, y certificaría su verdad en la jungla del 1.500. Por fin. "Ha sido la carrera perfecta", dijo Casado. "Después de muchos años de quedarme con la miel en los labios, al final he conseguido todo por lo que lucha un atleta".
De Casado, hasta ayer, se recordaba su irrupción en el Europeo de Madrid en pista cubierta 2005, su trabajo como liebre para su compañero de entrenamiento Alberto García, su quinto puesto en el Mundial de Helsinki, que tantas ilusiones levantó, por su irreprochable ética de trabajo, su seriedad... Desde ayer, ya se le recordará como el tercer atleta español campeón de Europa de 1.500 -Cacho, 1994, Estévez, 1998, pasaron antes que él-, como otro de los grandes del mediofondo español, como un chico con mucho futuro aún. Y mucha fe, claro.
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