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Columna
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Jamás perdida la esperanza

Cuando dejaste el Congreso de los Diputados y, como Presidente del Gobierno pero, sobre todo, como compañero en las Cortes, te agradecí tu labor y tu entrega sincera, estaba dándote las gracias por algo que difícilmente puede explicarse si no es desde el silencio de la admiración verdadera.

Porque, hace ya unos cuantos años, mi querido Labordeta, siendo un adolescente, leí un poema tuyo (o quizás lo escuché cantado por algún amigo, eso no puedo asegurártelo) que evocaba una conversación con tus alumnos del instituto aragonés donde eras profesor de Historia. Les decías lo que sentí que también podías estar diciéndome a mí entonces: cuando ellos llegaban, cuando nosotros llegábamos, tú ya estabas volviendo. Y, sin embargo, tus palabras estaban lejos de cualquier rasgo de escepticismo o de la condescendencia que, a veces, la edad se arroga.

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Si me impresionaron aquellos versos era porque intuí en ellos la mano amiga de un maestro, de alguien que regalaba su experiencia, que venía a unirse a los que empezábamos a ir, y que lo hacía sin merma alguna de su ilusión y fe en las propias creencias, sino al contrario.

Así te he visto desde entonces, así te he visto en el hemiciclo, distinguiéndote con tu franqueza, con tu pasión, con tus convicciones indeclinables, tozudo y bondadoso. Por eso, la gente te quería tanto, por eso desde ayer se te llora tanto.

¡Cuánto me alegro de que, en vida, y con plena justicia, se te otorgara, en 2009, la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo, y, de nuevo, hace apenas unos días, el Ministro de Educación y la Ministra de Defensa del Gobierno de España te entregaran la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio! Sabiduría, pasión, profundas convicciones...

Esos eran algunos de los méritos que se señalaban para premiarte. Las razones están en tales méritos y en la obligación de ser agradecidos, de reconocer cuánto ha ayudado José Antonio Labordeta a lograr la convivencia madura y pacífica de un país que él recorrió como un peregrino, llenando su mochila de mil y una historias anónimas a las que les daba casa y voz, "atravesando el tiempo".

Alguien me anotó un fragmento de tu pregón en las fiestas patronales de Zaragoza del año pasado. Lo copio yo ahora, en este día triste que te despide: Vamos a hacer con el futuro / un canto a la esperanza / y poder encontrar tiempos / cubiertos con las manos / los rostros y los labios / que sueñan libertad.

Por ti, por tantos como tú, amigo mío. Como en uno de tus últimos poemas: ...y una lágrima / por lo que nunca fue / aunque jamás perdida la esperanza.

Que la tierra te sea ligera.

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