Complota, que algo queda
El intento de asesinato del Papa polaco permanecerá probablemente para siempre en el arcano de los misterios. Un joven turco, Alí Agca, miembro de una camada de ultraderechistas, Los Lobos Grises, hirió de suma gravedad a Juan Pablo II el 13 de mayo de 1981, día de la Virgen de Fátima. Y ahí terminan las certezas.
Agca, hoy de 52 años, que penó durante 19
en una cárcel italiana y el pasado enero salió en libertad de una prisión turca, ha acusado en
la televisión de su país al que fue secretario
de Estado, Agostino Casaroli -muerto en 1998- de haber urdido el complot. Y añadía que el propio Wojtyla, que lo visitó en presidio en 1983, estaba al corriente de que lo habían querido matar los miembros de la curia. La versión que circuló en su día era la de que los servicios secretos búlgaros habían puesto el arma en su mano, por supuesto a las órdenes de Moscú, a quien
en plena guerra fría resultaba cómodo culpar hasta de que se helara el infierno. El intento de asesinato habría contado, por añadidura, con algún tipo de intervención de la masonería, a la que se decía que pertenecía Casaroli. Eran años
de gran agitación en Polonia, con la creación del sindicato Solidarnosc, de Lech Walesa, y Juan Pablo II se había convertido en la punta de lanza en la ofensiva contra el poder del mal, encarnado
por el comunismo soviético.
Parece, sin embargo, extraordinariamente dudoso que ni el Vaticano, ni nadie en su sano juicio, preparara tan burdamente el atentado, como relata Agca. Según el turco -que recientemente
se proclamó Mesías, aunque no está claro de qué religión-, un sacerdote italiano y él mismo ensayaron en público el atentado, con el mismo detalle con que se preparan unas oposiciones. Resulta un poco chusco complotar con testigos a ese nivel de repercusión universal. Incluso en tiempo de los Borgia planear un relevo pontificio exigía
mayor sutileza.
Las cuevas del Vaticano, de otro lado, han sido siempre poco amenas para la acción de la justicia. Caso notable fue el antecesor de Wojtyla, Juan Pablo I, que murió en el sueño a
los 33 días de reinado. Se ignoraba que jamás hubiera sufrido dolencia grave alguna.
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