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Ciegos al color

En su reciente visita a Barcelona, Zygmunt Bauman expresó su optimismo respecto al futuro de Europa tras observar la creciente diversidad cultural y étnica en nuestras escuelas. Los chicos más jóvenes, dijo el sociólogo polaco, conviven con normalidad con razas tan diferentes que acaban siendo "ciegos al color". La interiorización de este modelo de coexistencia pacífica entre diferentes sería motivo de esperanza en un continente cuya historia está plagada de guerras fratricidas.

Esta convivencia interracial parece contradecir al influyente pensador afroamericano William Edward Burghardt Du Bois cuando denunciaba que el siglo XX sería el siglo marcado por la línea divisoria del color. Sus trabajos, centrados en la discriminación de las poblaciones de origen africano en Estados Unidos, acabaron siendo determinantes para la lucha contra el racismo y para la defensa de los derechos civiles en ese país.

En Cataluña la población de origen extranjero ha pasado del 2,9% en el año 2000 al 15,9% en 2009

La reivindicación de Du Bois de la raza como centro del debate político resulta un precedente interesante para interpretar la descolonización y las migraciones globales, pero en Europa hablar de raza es un tabú. Bajo el aura de la Declaración Universal de Derechos Humanos se esconde una defensa acérrima del principio de igualdad que, solo sobre el papel, niega la existencia de diferencias raciales y por el camino absuelve a las potencias europeas de cualquier responsabilidad en su pasado colonial. Porque si los inmigrantes están aquí y ahora es también porque nosotros, los europeos, estuvimos una vez en sus países.

En un mundo desigual y globalizado, la inmigración es un fenómeno imparable. En Cataluña, la población de origen extranjero ha pasado del 2,9% en el año 2000 al 15,9% en 2009, una cifra equiparable a las de otras sociedades europeas. Pero el mapa de la Cataluña mestiza no está solo compuesto de inmigrantes de países lejanos en búsqueda de trabajo. La diversidad de Cataluña también está constituida por más de 300.000 personas de otras partes de Europa (el 30% del total de extranjeros), los niños fruto de la adopción internacional, el creciente número de matrimonios entre personas de orígenes diferentes, el 75% de la población autóctona que en distintos grados afirma tener doble identidad (catalana y española) y, evidentemente, aquellos ciudadanos que se sienten exclusivamente catalanes o españoles. Esta Cataluña culturalmente enriquecida, compleja, cambiante, inatrapable, es la que tanto molesta a la Plataforma per Catalunya y al Partido Popular y que más discretamente desorienta a amplias capas de la sociedad catalana.

Obviamente, Cataluña está lejos de ser el paraíso del pluralismo cultural. La inmigración es la segunda preocupación de los ciudadanos tras el paro y los problemas económicos. Además, si bien es cierto que los niños aceptan la diversidad con naturalidad, también lo es que muchas familias luchan para que sus hijos eviten las escuelas con más inmigración. El 50% de los extranjeros residentes en Cataluña -unas 600.000 personas- es racialmente diferente de la población autóctona y, según denuncia SOS Racisme, es víctima frecuente de abusos y discriminación. La xenofobia ha empezado a teñir también las campañas electorales y algunas instituciones representativas. Y, mientras tanto, estos días en las oficinas de Extranjería proliferan largas colas de personas que demuestran que la línea de color sigue siendo poderosa y que en nuestro mundo también se reclama el derecho a ser explotado.

Ahora bien, el debate sobre la diferencia racial no puede desligarse del debate sobre la exclusión social. El último informe PISA confirma que esas torres de Babel en que se han convertido nuestras escuelas sufren las consecuencias de la fragmentación social y los intensos flujos migratorios. Un informe reciente de Unicef que, sorprendentemente, ha pasado inadvertido advierte de que el 25% de nuestros niños viven en condiciones de pobreza. La combinación de exclusión social con altas cuotas de inmigración es una bomba de relojería. El gran interrogante es cómo definir un marco de convivencia común a partir del reconocimiento de la humanidad del otro, en el contexto de una sociedad más abierta e igualitaria.

Judit Carrera es politóloga.

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