Miedo a reestructurar
Es cada vez más evidente que Grecia no podrá pagar su deuda soberana en los términos en que fue emitida: el saldo de la deuda sigue aumentando, y se estima que alcance un máximo del 160% del PIB. Incluso con unos tipos de interés mucho más bajos a los que se enfrenta actualmente, para devolver la deuda griega se necesitaría un superávit fiscal sostenido de una magnitud sin precedentes. Es cierto que la mayor parte de la deuda pública fue generada por el anterior Gobierno griego, que permitió a la población gozar de un tren de vida que no podía permitirse; también es verdad que solo un recorte en el gasto y una mayor productividad pueden devolverle la salud a la economía griega. Hasta aquí, las medidas recomendadas por las autoridades de la eurozona son correctas. También es evidente que solo un crecimiento sostenido del PIB permitirá a Grecia reducir su déficit y que, a corto plazo, las reformas afectan negativamente al crecimiento: los costes se incurren al principio, en forma de austeridad fiscal, y los beneficios llegan más tarde, en forma de una mayor productividad. Otras medidas complementarias, como la venta de activos (especialmente las privatizaciones de empresas públicas) pueden traer ingresos adicionales y reducir el nivel de deuda, pero no pueden, por sí mismas, reducir el propio déficit. Además, se trata de medidas poco populares. Aceptar que un país deudor pueda perder algo de su soberanía fiscal y haya de seguir instrucciones a la hora de elaborar los presupuestos es más o menos aceptable; pero que un comité de expertos extranjeros te diga qué activos hay que vender ya es harina de otro costal. Hay que recordar que, durante la crisis del sureste asiático en 1997-1998, el FMI insistió en la necesidad de implementar reformas estructurales y, en particular, en la necesidad de facilitar a compradores extranjeros el acceso a bancos nacionales como condición para la concesión de los fondos que tan urgentemente necesitaba Corea del Sur. El resultado fue el fracaso del programa, además de mucho resentimiento.
Si Grecia no recibe una ayuda real del resto de la eurozona, todo el proyecto europeo estará en peligro Hacer que toda la carga de las pérdidas recaiga sobre los deudores no es del todo justo
Sin un cambio de rumbo, Grecia se ve empujada hacia la bancarrota. Si no recibe una ayuda real del resto de la eurozona, todo el proyecto europeo estará en peligro. Las autoridades de la eurozona lo saben perfectamente, pero parecen convencidas de que las reestructuraciones, en palabras de un ministro de la eurozona, "no están en estos momentos sobre la mesa". Quieren convencer a la población de que cualquier reestructuración sería la ruina para Grecia y llevaría al sector bancario europeo al caos.
Esta idea es falsa. O, mejor dicho, es cierta solo si la reestructuración se lleva a cabo, específicamente, en forma de intercambio de deuda vieja por deuda nueva con un valor nominal inferior: el intercambio, por ejemplo, de un bono de 100 euros por otro de 80 (a esto lo llamaríamos un intercambio con una quita o corte de pelo -por la expresión inglesa haircut- del 20%). Lógicamente, este tipo de intercambio, aunque maximiza la reducción de deuda para el deudor, causaría al acreedor un daño palpable. La mayoría de instituciones financieras con bonos viejos tendría que reconocer una pérdida en sus balances y, como el sector financiero está seriamente descapitalizado, estas cancelaciones podrían poner en riesgo el futuro de algunas instituciones, con el consiguiente peligro de contagio y quiebras generalizadas. Por eso no sorprende que el sector financiero tenga miedo de que una reestructuración pueda llevar a este tipo de cortes de pelo.
Sin embargo, una reestructuración puede tener lugar simplemente con la reducción de tipos de interés y vencimientos más largos. La carga total de la deuda seguiría siendo la misma, pero sobre un periodo de tiempo más largo, permitiendo un mayor margen de maniobra y reduciendo el riesgo de bancarrota. Además, eliminaría la necesidad de que las instituciones financieras redujeran el valor de sus activos. Ya hemos visto reestructuraciones de este tipo en el pasado. El ejemplo más conocido son los bonos Brady emitidos durante las crisis de deuda de América Latina de los años ochenta.
La reestructuración es todo menos sencilla y siempre conlleva riesgo, ya que cualquier acreedor reticente puede ralentizar el proceso con cierta facilidad, y una retirada masiva de depósitos en uno de los bancos involucrados puede igualmente descarrilarlo. Puede requerir un largo proceso de aprobación de nueva legislación, y puede incluso requerir cierta indulgencia por parte de los reguladores bancarios para garantizar que la nueva deuda aparezca en los balances en condiciones favorables. Pero una reestructuración sin quita es posible*, como demuestra el éxito de la reciente reestructuración uruguaya en 2003.
¿Tiene la reestructuración consecuencias negativas para los acreedores? Solo si la comparamos con la alternativa de recibir el pago según el contrato original, pero en el caso de Grecia ésta no es una alternativa viable. Otros escenarios más realistas, como el impago parcial o total, son peores. Retrasar la decisión es peligroso, ya que dificulta la financiación de otros miembros de la eurozona. También es injusto, ya que permite que algunos acreedores sean rescatados pero otros no. Hace que cualquier reestructuración futura sea más difícil, ya que una parte cada vez mayor de la deuda está en manos de acreedores senior, haciendo que cualquier quita potencial recaiga sobre una fracción decreciente de acreedores. Por último, como el nivel de deuda sigue subiendo, la posibilidad de impago también aumenta, y la reestructuración resultante sería sin duda más perjudicial que una ordenada. En estas circunstancias, sorprende que la eurozona esté retrasando hasta 2013 un acuerdo más estable.
El problema está en cómo repartir unas pérdidas enormes, ya incurridas, entre deudores, acreedores y terceros (como, por ejemplo, los contribuyentes). Igual que en casi todos los eventos de un mercado, las pérdidas son el resultado de la interacción entre la oferta y la demanda. En el lado de la demanda (los prestatarios) tenemos, en el caso griego, políticas fiscales extravagantes; y, en los casos irlandés y español, bancos y agentes inmobiliarios demasiado optimistas. En el lado de la oferta tenemos economías con persistentes superávits en cuenta corriente que se ven obligadas, por las propias reglas de la aritmética, a invertir esos excedentes en la adquisición de activos extranjeros. Apoyando a toda la estructura tenemos, en el lado de la demanda, la creencia errónea de que las burbujas inmobiliarias no acaban nunca y, por el lado de la oferta, el supuesto implícito de que, a pesar de la existencia de cláusulas que impiden los rescates, nunca se permitiría el impago de uno de sus miembros. Es difícil explicar el comportamiento, tanto de prestatarios como de prestamistas, sin algún tipo de riesgo moral en ambos lados. En estas circunstancias deberíamos reconocer (aunque solo sea en privado) que, aun siendo totalmente legal, hacer que toda la carga de las pérdidas recaiga sobre los deudores no es del todo justo. Y es esto lo que la eurozona está intentando lograr.
Es cierto que a veces no somos conscientes de nuestras posibilidades hasta que las ponemos a prueba, pero, igual que nos pasa en lo personal, buscar los límites puede resultar un juego peligroso. Cuando esta idea se aplica a toda una comunidad -el caso de Grecia en la actualidad- deberíamos recordar que las pruebas extremas a veces sacan lo mejor de las personas, pero a menudo sacan también lo peor. Europa se construyó sobre el fundamento de la generosidad (no siempre de los mismos), y los actos de generosidad siempre acaban dando un beneficio. -
*Ver A How-To Manual for Plan B: Options for Restructuring Greek Public Debt, de Nouriel Roubini, 9 de mayo de 2011.
Alfredo Pastor es profesor del IESE, Universidad de Navarra.
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