Con rubén
Quienes ya hemos doblado la esquina de la vida recordamos con más o menos nítida fidelidad muchas primeras veces. A menudo en brazos de la nostalgia -que no quiere decir otra cosa que dolor por el pasado-, nos sorprendemos bailando a su ritmo, valses, tangos o rocks and rolls, eso es lo de menos, que son valses, tangos o rocks and rolls de derrota.
Confieso que yo intento, eso sí, descansar de vez en cuando de tanto baile y contaminarme de presente e incluso -¿por qué no?- de futuro, no vaya ser que las fuertes manos de la melancolía acaben por estrangularme.
La añoranza, intrínseca a la condición humana, puede convertirse en un arma letal, una granada siempre a punto de explotar sobre el corazón, o en una herramienta extraordinariamente creadora... Tengo la seguridad de que inventamos la literatura para escribir sobre lo que hemos perdido. Mis principales pérdidas son humanas, esas que nos marcan para siempre con un hueco y nos obligan a cargar con el peso de la ausencia a donde quiera que vayamos.
Todavía, cuando regreso a Mallorca, me cuesta habituarme a que mi padre no me espere en el aeropuerto, feliz de poder compartir el verano conmigo y con sus nietos...
De mi padre guardo pocos recuerdos de infancia. Era un padre a la antigua, que jamás jugaba con sus hijos y que nunca nos llevó al cine ni nos contó un cuento. Pero le debo el descubrimiento de la literatura.
Al atardecer de un día de Navidad, cuando yo tenía siete u ocho años, me sentó sobre sus rodillas y me leyó por primera vez Sonatina, de Rubén Darío, que me dejó literalmente boquiabierta. Me pareció un cuento prodigioso. Incluso las palabras que no entendía "golgonda", "clave", "argentina", me sugerían significaciones mágicas. Eran las palabras y no el caballo del príncipe las que tenían alas que me permitían volar. Bastaba pronunciarlas para sentirme lejos, en el palacio encantado de la princesa descolorida y su bufón, que de repente se habían convertido en amigos míos.
Me entusiasmó tanto el poema que le pedí que volviera a leérmelo porque yo todavía no sabía leer. Las monjas estaban muy preocupadas con mi retraso y habían llamado a mi madre para hablarle del problema. Era incapaz de prestar atención, le dijeron, que andaba siempre en una especie de nube, ausente de cuanto explicaban en clase, que trataba de pasar desapercibida para que no se fijaran en mí y tenían razón. Como las clases me aburrían me contaba cuentos que inventaba pero no eran tan buenos como la Sonatina. De manera que, a partir de aquel día, decidí esforzarme para poder leerla por mí misma sin los auxilios de nadie. Y lo conseguí con bastante rapidez. Fue entonces cuando mi padre, para prevenirme de otros entusiasmos más peligrosos, imagino, cerró con llave la biblioteca. De una vez por todas me descubrió la literatura y al mismo tiempo me la prohibió. Creo que con estos hechos me inoculó para siempre el virus de la lectura.
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