El Heraldo golfo del Apocalipsis
No le conocían, ni lo habían visto nunca en persona, pero algunos ricachones pronunciaban su nombre en voz baja, con admiración, en los campos de golf, desde Sotogrande hasta Palm Beach, en los salones enmaderados de los clubes financieros, en las suites de los hoteles de superlujo, en las popas de yates de 70 metros de eslora, en los insonorizados despachos de algunos banqueros, en los puestos de las monterías con el rifle de mira telescópica en la mano. Su nombre, Bernard Madoff, se trasmitía con medias palabras como una clave secreta que abría una extraña caja fuerte de Wall Street, solo accesible a algunos privilegiados. No era suficiente ser absolutamente multimillonario para ingresar en su orden. Al principio Madoff se daba el gusto de rechazar a clientes muy adinerados si carecían de cierto glamour. Había que tener la suerte de que te eligiera, y en ese caso debías entregarle una cantidad importante de millones, nunca menos de cincuenta, un excedente de tu riqueza, y esperar a que por arte de magia él la multiplicara, le sacara grandes beneficios incluso en años malos, mientras tú te rascabas la barriga y seguías jugando al golf, o navegando en yate, o matando venados. Nadie se explica que tiburones con cuatro filas de dientes avezados en dar dentelladas muy certeras se convirtieran en simples boquerones a merced de este estafador. No es tan raro si se tiene en cuenta que la codicia humana pica siempre el mismo anzuelo, lo mismo en Wall Street que a la salida de la estación de Atocha donde un cateto recién llegado a la ciudad es estafado con el timo de la estampita por alguien que se hace pasar por lelo.
Se sentaba visiblemente en el primer banco de la sinagoga principal de Manhattan con la familia, su mujer Ruth, sus hijos Mark y Andrew. Ejercía la caridad con los menos afortunados de la comunidad judía. Llevaba su vida dentro de un lujo preservado, sin estridencias horteras. Pasaba por ser un genio de las finanzas, pero todo su arte consistía en enmascarar su negocio, de forma que los auditores no descubrieran que se trataba de una pirámide financiera vulgar, aunque coronada con nombres estelares, gente muy sonora de Hollywood, como Spielberg, o de Elie Wiesel, superviviente del Holocausto y premio Nobel de la Paz, de banqueros europeos, de modelos, deportistas de élite, artistas famosos. Pagar los intereses a los de arriba con la inversión de los fondos y del dinero privado que recibía por la base, ese era todo el misterio. Al principio solo admitía los millones de quienes sabía que no se los iban a exigir de forma perentoria. A esta gente le bastaba con la vanidad de sentirse amparados por la fórmula mágica de este misterioso personaje rey de Wall Street, Bernard Madoff Investment Securities.
Algunos tiburones que le habían cedido su dinero para que lo multiplicara mientras ellos jugaban al golf tranquilamente en Boca Ratón comenzaron a oler a mierda cuando les llegó el rumor de que Bernard Madoff ya admitía dinero de cualquiera, blanco o negro, limpio o sucio, sin preguntar el pedigrí ni importarle su glamour. ¿Cómo Madoff anda buscando dinero a la desesperada de los salchicheros, de constructores de medio pelo, de los ahorros de amas de casa? Había que largarse. Aunque la caída final de la pirámide y la detención del faraón por el FBI no se produjo hasta el 11 de diciembre de 2008, las primeras señales del cataclismo se comenzaron a sentir al inicio de ese verano. Y en este sentido Bernard Madoff fue el heraldo que anunció el apocalipsis financiero mundial que se acercaba y solo por eso pasará a la historia, que ahora va a filmar Robert de Niro. Poco después, el 15 de septiembre, entró en quiebra Lehman Brothers y se esfumaron 430.000 millones de dólares y 100.000 entidades financieras y fondos de pensiones cayeron en el abismo.
Aunque Madoff ha sido condenado a 150 años de prisión, y su hijo Mark, un 11 de diciembre, después de felicitar la Navidad a los aparcacoches, se colgó de una tubería con un collar de perro con un hijo de dos años en la habitación de al lado, esta estafa de 50.000 millones de dólares no es distinta a la que sufre el cateto que se cree listo a la salida de la estación de Atocha. La crisis comenzó por un timo de la estampita.
Babelia
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