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Tribuna
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Difícil, pero posible

Un ajuste rápido sería el que mejor podría proteger los aspectos básicos del Estado de bienestar

José Luis Leal

A medida que la crisis avanza se definen algunos de sus contornos que, por otra parte, no son estables. En la fase en la que nos encontramos es posible afirmar que, desde el punto de vista financiero, el principal problema de nuestra economía es el endeudamiento de los agentes económicos (familias, empresas, Administraciones Públicas), lo que equivale a decir que estamos inmersos en una crisis de endeudamiento cuya salida será larga y difícil.

La magnitud de nuestra deuda se refleja en la llamada posición internacional de reserva, que mide el resultado neto de comparar lo que debemos y lo que nos deben. Desde esta perspectiva, la posición deudora de España equivale al 87% de su PIB, cuando el FMI considera que por encima del 50% se entra en zona de riesgo y, adicionalmente, que cuando el déficit de la posición internacional de inversión supera el doble de las exportaciones de bienes y servicios hay razón para preocuparse. En España, la superamos en seis veces, por lo que hay motivos para la inquietud.

El endeudamiento no está repartido de manera homogénea. Las más endeudadas son las empresas, vienen luego las familias y, por último, las Administraciones Públicas. Por seguir con las cifras del Fondo Monetario Internacional, la deuda bruta de las Administraciones Públicas representa el 67% del PIB; la de las familias, el 87%, y la de las empresas, el 192%. Son cifras importantes, especialmente las de las empresas, aunque es conveniente señalar que estas han comenzado a desendeudarse. También lo están haciendo el Estado y las familias, pero la cuestión que se plantea es la de si el ritmo al que lo hacen es o no compatible con el crecimiento económico y, por consiguiente, con la creación de empleo.

El desarrollo de nuestras exportaciones tiene, sin embargo, el lastre de la situación en la eurozona

La respuesta a esta cuestión fundamental depende de la naturaleza del crecimiento. Afortunadamente, en los últimos años, las exportaciones de bienes y servicios han conseguido mantener, e incluso incrementar levemente, su cuota en el comercio mundial, al contrario de lo que ha pasado con algunos grandes países europeos como Francia Italia. Es bastante notable que el mantenimiento de la cuota haya tenido lugar, a pesar de la intensa presión de una demanda interna que, normalmente, incita a las empresas a descuidar el mercado exterior. El desarrollo de nuestras exportaciones tiene, sin embargo, el lastre de la situación en la eurozona, hacia la que se dirige la mayor parte de nuestras ventas de mercancías y cuyo crecimiento ha sido muy inferior a la media del comercio mundial y será probablemente nulo el próximo año. Sin embargo, hay que constatar el esfuerzo de diversificación de nuestras empresas: en 1999, en el momento de entrada en vigor del euro, el 61,8% de nuestras exportaciones de mercancías se dirigió hacia la eurozona; en 2010, el porcentaje se redujo hasta el 55,6%, y en los nueve primeros meses de este año ha sido del 52,5%

Estamos, pues, en el buen camino, pero ¿es suficiente el ritmo al que vamos? Para responder a esta pregunta hay que volver de nuevo a los cálculos del FMI, según los cuales, para estabilizar nuestra posición internacional de inversión es preciso que el déficit de la balanza por cuenta corriente se sitúe en el entorno del 3% del PIB, mientras que para reducirla significativamente hay que conseguir el equilibrio, o el excedente, en nuestras cuentas con el exterior. Desde esta perspectiva, la situación se complica, pues este año, a pesar de la caída de la demanda interna de nuestra economía y del favorable desarrollo de las exportaciones, el déficit de la balanza por cuenta corriente se situará entre el 3% y el 4% del PIB, lo que significa que, en principio (pues pueden intervenir otros factores), nuestro endeudamiento exterior no disminuirá.

El problema es que no basta con aumentar la productividad, una tarea compleja y difícil, sino que además habrá que reducir significativamente los costes de producción

Los intereses que debemos pagar por las deudas contraídas a lo largo de los últimos años inciden directamente sobre nuestras cuentas exteriores. El déficit de la balanza de rentas está en el entorno del 3% del PIB, a lo que hay que añadir el déficit de la balanza de transferencias como consecuencia de la inmigración. De ahí podemos deducir que para equilibrar la balanza por cuenta corriente deberíamos obtener un excedente en la balanza de bienes y servicios del orden del 4% del PIB, tarea nada fácil, aunque no imposible.

Todo esto quiere decir que, aunque estemos en la buena vía, habrá que hacer bastantes más esfuerzos para que nuestra economía sea más competitiva y podamos salir de la difícil situación en la que nos encontramos. El problema es que no basta con aumentar la productividad, lo cual de por sí es una tarea compleja y difícil, sino que además habrá que reducir significativamente los costes de producción para mejorar la competitividad de nuestros productos. Si no lo hacemos, si continuamos endeudándonos, el pago de la deuda ahogará nuestras posibilidades de crecimiento.

El nuevo Gobierno tendrá que decidir no ya el sentido del ajuste, sino también, y de manera fundamental, su ritmo, para que sea posible conciliar el crecimiento de la economía con su desendeudamiento. El camino es estrecho y difícil, pero tiene el mérito de existir si se sabe buscarlo.

La posibilidad de un ajuste suave, sin esfuerzo, lleva consigo un riesgo bastante mayor que la de un ajuste rápido mediante unas cuantas reformas sobre las que hay un amplio grado de consenso entre los analistas. El riesgo de posponer las reformas que la economía necesita consiste, fundamentalmente, en que el estancamiento actual se prolongue durante varios años y que la falta de perspectivas termine por resquebrajar el orden social de tal manera, que a la crisis económica venga a añadirse una crisis social de amplitud imprevisible.

Un ajuste rápido, que no sería indoloro, permitiría al menos crear la esperanza de tiempos mejores y sería el que mejor podría proteger los aspectos básicos del llamado Estado de bienestar. Más allá de demagogias y populismos, lo fundamental en el diseño de un ajuste de estas características sería el reparto equilibrado de las cargas, lo que a su vez exige un poder ejecutivo fuerte, dispuesto a abordar los problemas de equidad con credibilidad y firmeza. De nuevo, el camino es difícil, pero no imposible. En cualquier caso, de la evolución de nuestra economía en los últimos meses cabe extraer, a pesar del pesimismo (en gran parte justificado) actual, algunas lecciones útiles que permiten albergar un grado razonable de esperanza.

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