Demasiado anónimas
Las grandes sociedades por acciones sintetizan la forma organizativa de la economía basada en el mercado. La referencia la constituyen aquellas que llegan a emitir sus acciones en el mercado bursátil sometiéndose a las exigencias de éste, además de a las que son propias de los reguladores. El mercado, siempre que satisfaga un mínimo grado de eficiencia, debería recoger en sus cotizaciones al menos parte de la información considerada relevante, para la formación de expectativas, fundamentalmente sobre la generación de excedente con el retribuir a sus propietarios, más o menos anónimos. Lo que no suele sancionar el mercado, al menos a corto plazo, es la calidad del gobierno, su transparencia, la composición de sus órganos de administración y control y, en definitiva, el respeto a la voluntad de la mayoría de los accionistas.
En efecto, un aspecto de esa calidad, pero en modo alguno el único, es el grado de respeto a la opinión de sus accionistas, a la junta de accionistas. En la mayoría de las compañías cotizadas en España esos órganos no disponen de la influencia que la regulación les asigna. Como señalan las páginas de Negocios, ha caído el grado de participación media de los accionistas en las juntas de accionistas que se celebran anualmente en las sociedades que conforman el índice selectivo de la Bolsa, el Ibex 35. Siete puntos porcentuales en apenas cuatro años. Eso quiere decir que los consejos de administración de esas sociedades, delegados en última instancia de las juntas, no encuentran apenas contrapeso ni valoración crítica por parte de la mayoría de los accionistas. Y no siempre es porque estos últimos estén conformes absolutamente con la gestión de la compañía, sino por las imperfecciones de todo tipo que se interponen a la participación y discusión abierta en esas juntas. Ya sea por el sistema de concentración de delegaciones de voto o por restricciones en las intervenciones directas, esas juntas no dejan de ser poco más que trámites.
No ha de extrañar que la respuesta a esas convocatorias a las juntas ordinarias o extraordinarias sea pobre. Así, con datos de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), en 2009 el quórum medio en las asambleas de las compañías del Ibex 35 se situó en el 73,3%, mientras que en 2013 los asistentes solo representaron el 66,4% del capital social.
Esa pobreza participativa contrasta con el “activismo accionarial” que se vive en otras economías como las anglosajonas. Con la creciente conciencia, en definitiva, del papel evaluador que ha de desempeñar el propietario de una empresa. No es explicación suficiente recurrir a la proporción de capital de las empresas en manos de inversores no permanentes, de control. No son pocas las empresas españolas en las que los miembros del consejo de administración mantienen una escasa proporción del capital de las mismas. Tampoco es válida la explicación de la participación de inversores institucionales, no siempre interesados en la calidad del funcionamiento de esos órganos de control.
De no revertir la tendencia observada, esa separación entre propiedad y control de las grandes empresas será percibida como un mecanismo endogámico y se acabará convirtiendo en un serio obstáculo para la modernización del propio sistema económico. Y, desde luego, para corregir el amplio grado de desafección ya existente.
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