El banquero central que siempre miró al exterior
Agustín Carstens deja Banxico para asumir la presidencia del Banco Internacional de Pagos
Agustín Carstens (Ciudad de México, 1958) deja este jueves el Banco de México para ponerse al frente del coordinador de los bancos centrales de todo el mundo, el Banco Internacional de Pagos (BIS, por sus siglas en inglés). Y lo hará con más aclamación internacional que nacional. Asistente habitual desde hace muchos años a los grandes cónclaves de la economía global, el hasta hoy titular del segundo banco central más importante de América Latina, tras Brasil, siempre tuvo un ojo puesto en lo que ocurría fuera de México. Al fin obtendrá uno de sus grandes anhelos: un cargo de responsabilidad en una institución financiera global de peso.
Tras retrasar su marcha a Basilea (Suiza) –inicialmente prevista para el 30 de junio– ante el súbito aumento de la volatilidad por la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, Carstens cede el testigo del Banco de México a uno de sus hombres de confianza en el instituto emisor, Alejandro Díaz de León. El legado no será fácil de gestionar: al amplio reconocimiento del hasta hoy banquero central allende las fronteras se suma el momento complejo que atraviesa la economía mexicana, que crece por debajo de su potencial y ve cómo la tan necesaria inversión internacional se frena a la espera de lo que ocurra en la crucial renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC), del que dependen el 80% de sus exportaciones.
A ambos factores hay que sumar la inflación, auténtica vara de medir de cualquier banquero central moderno. Más aún en el caso de México, un país con un miedo cerval –justificado por su historia– a las subidas de precios. En este apartado, en el periodo de Carstens se funden luces y sombras: tras unos años en la presión inflacionista se había mantenido dentro, o muy cerca, del rango establecido por el propio banco central –del 2% al 4%–, el último año narra una historia bien diferente. La abrupta liberalización de los precios de las gasolinas, el encarecimiento de los productos agropecuarios y la depreciación de la moneda nacional –el dólar pasó de cambiarse por poco más de 18 pesos a principios de 2016, cuando la amenaza de Donald Trump apenas se intuía en el horizonte, a canjearse por 22 pesos cuando el magnate tomó posesión como presidente de la primera potencia mundial– han disparado la inflación por encima del 6%.
La cifra todavía es mínima si se compara con las décadas previas, en las que México tuvo que lidiar con incrementos de triple dígito, pero ha mermado el poder adquisitivo y ha recordado a los mexicanos que la estabilidad de precios no es un logro tan sencillo como parecía. Ante el reto, la respuesta del banco central fue rápida. Incluso antes de que los precios iniciaran su escalada, Carstens y su equipo ya habían subido las tasas de interés para controlar la depreciación del peso. Los tipos tocaron un máximo del 7% a mediados de año y ahí Banxico (como se conoce al organismo en el país norteamericano) echó el freno.
“Aunque no creo que haya sido el mejor banquero central del mundo, no pudo hacer más de lo que hizo contra la inflación”, opina Valeria Moy, profesora del ITAM y directora del think-tank México cómo vamos. Mucho menos benévolo se muestra Jonathan Heath, ex economista jefe del banco británico HSBC para América Latina, quien recientemente exponía en el periódico Reforma una visión notablemente más crítica. Aun reconociendo que se trata de un “gran economista” que domina “al fondo los temas relevantes de política monetaria y estabilidad financiera”, Carstens, viene a decir Heath, recibió de manos de su predecesor –Guillermo Ortiz– una herencia fácil de gestionar. Buena parte del trabajo ya estaba hecho. “Le tocó”, opina, “un vuelo muy tranquilo, todo preparado y listo de antemano”.
En parte, la conclusión de Heath es certera. Carstens asumió el cargo de máximo responsable del Banco de México en enero de 2010, justo después de que la crisis financiera estadounidense asestara una feroz dentellada del 4,7% en el PIB nacional. Desde entonces, la economía mexicana no ha sufrido ni una sola recaída que requiriese de la intervención del instituto emisor; solo ha tenido que hacer uso de sus herramientas para defender el valor del peso y mantener la inflación a raya. Además, la independencia del banco central, por mucho tiempo objeto de discusión en México, ya era un hecho cuando Carstens llegó a la jefatura de Banxico desde la Secretaría de Hacienda.
Opiniones contrapuestas al margen, si por algo se caracteriza Carstens –doctorado en la Universidad de Chicago y casado desde 1986 con la también economista Catherine Mansell, de nacionalidad estadounidense–, es por sus aspiraciones internacionales. Vienen de lejos; en parte, quizá, porque su reconocimiento en el exterior ha sido notablemente superior al que ha recibido en su propio país. Poco más de un año después de hacerse con los mandos de Banxico, Carstens se postuló como candidato de los países emergentes para alcanzar la dirección del Fondo Monetario Internacional (FMI), institución en la que ya había sido número dos entre 2003 y 2006. Pero su intento fue en vano: la entonces ministra francesa de Economía, Christine Lagarde, acabó haciéndose con el cargo y Carstens permaneció en su puesto como guardián de la política monetaria mexicana. Seis años más tarde le llega su gran oportunidad de dar el salto a al gran ruedo económico internacional. Quien sabe si Basilea es solo una escala intermedia rumbo a Washington, donde el Fondo tiene su sede. Lo único claro por ahora es que México tendrá a dos de sus economistas con más proyección global, José Ángel Gurría y Agustín Carstens, al frente de dos instituciones clave en la arquitectura mundial: la OCDE y el BIS. Una buena noticia en horas bajas.
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